26 de octubre de 2009

De hitos, mitos y otros desatinos.

El jueves 22 de octubre de 2009, en sesión solemne, el Senado de la República entregó la medalla Belisario Domínguez, en calidad post - mortem, a Antonio Ortiz Mena, secretario de Hacienda entre 1958 y 1970, artífice del periodo de la historia nacional conocido como "desarrollo estabilizador", y posteriormente director general del Banco Interamericano de Desarrollo. La medalla, según la comisión encargada de otorgarla, le fue conferida a Ortiz Mena en reconocimiento a su excepcional labor al frente de las finanzas nacionales.

El discurso central pronunciado durante la ceremonia corrió a cargo de Manlio Fabio Beltrones quien, desde hace tres años, no pierde oportunidad para copar los titulares de los noticieros televisivos, radiofónicos, e incluso de la prensa escrita, así sea enunciando disparates, profiriendo insultos a diestra y siniestra, cuestionando cuanta acción hace o deja de hacer el Ejecutivo Federal, y dando a conocer sus brillantes ideas sobre el rumbo que, a cada instante, debería seguir la política nacional. El objetivo de todo ello, ya se sabe, reside en posicionar al susodicho como un candidato viable del PRI a la presidencia de la república, misión que, a estas alturas, se antoja un tanto imposible dado el arrastre poseído por Copetes Peña Nieto. No obstante, Beltrones se muestra creyente fervoroso del dicho que reza "quien porfía mata venado" y, como su intelecto le da a entender, pretende asomar la nariz -que no el copete, porque escaso le es- en las encuestas enfiladas a la sucesión presidencial de 2012.

¿Qué dijo en esta ocasión el buen Manlio Fabio? La exaltada perorata pronunciada hace escasos días brinda la oportunidad, estimados lectores, de echar un ojo a las formas en las que la historia se deconstruye y, a partir de un presente leído de forma ramplona, vuelve a construirse para crear un par de opuestos magistral donde lo ido es, ni más ni menos, la edad de oro a que todos los pueblos aspiran, mientras que el presente es una era mitad de barro, mitad de hierro -cual si del sueño de Nabucodonosor se tratara- que augura el fin de los tiempos, en tanto que el lapso transcurrido entre el pasado deslumbrante de las glorias nacionales y el presente aciago de los despropósitos constantes simplemente no existe o, cuando menos, se atenúa lo suficiente como para eliminar de la vista el lento declive de las instituciones nacionales; declive que, no sobra decirlo, debe gestarse al calor de la propia edad de oro porque, de otro modo, se presupondría la generación espontánea de las políticas públicas, o la aparición ex novo de las ideas que rigen los destinos nacionales.

Beltrones abrió su discurso en los siguientes términos: "Hubo una vez un tiempo en el que México pudo crecer con justicia social y visión de futuro. Hubo una vez que nuestro país creció por doce años a tasas sostenidas del 6.5% con el nivel de inflación más bajo de Latinoamérica y un incremento al salario real del 6.4%". Como puede observarse, la idea apuntada en el anterior párrafo es por completo certera; de hecho, las frases iniciales del senador por Sonora no difieren, en gran medida, con respecto al modo en que comienzan los cuentos de hadas, mediante el muy sabido "había una vez..."

¿Qué caracterizó a esa etapa dorada de la vida nacional? En principio, "la intervención responsable del Estado en los sectores estratégicos", "una política industrial apoyada en la sustitución de importaciones y la demanda del mercado interno, un modelo en el que hubo la prudencia de separar las decisiones de política hacendaria de las veleidades del poder presidencial". Al mismo tiempo, para subrayar las virtudes del galardonado, Beltrones no olvidó apuntar que Ortiz Mena "con congruencia y honestidad intelectual concibió la política económica como un instrumento para el desarrollo y para invertir en la sociedad".

Hasta este momento, con todo y los senatoriales desbarres que recién han sido transcritos -de los que me ocuparé líneas más adelante-, todo apuntaría a la realización de un panegírico a la memoria de Antonio Ortiz Mena dado que, de otro modo, no se justificaría la entrega de la presea o, en el mejor de los casos, cualquiera de los sujetos siempre ávidos de obtener el reconocimiento público podría levantar la mano y solicitarla para sí, al no encontrar los méritos suficientes en el currículum del galardonado. Sin embargo, el discurso cobra sentido al leer, líneas más adelante, el monumental jalón de orejas que, desde su consabido oportunismo, endilga Manlio Fabio al gobierno federal en turno y, de pasada, a sus predecesores. Beltrones, sin pudor alguno, recrimina a los gobiernos posteriores al régimen de Díaz Ordaz -el último en el que Ortiz Mena fungió como secretario de Hacienda- haber "demolido la obra" del prohombre con sus políticas paternalistas e intervencionistas, mediante prácticas populistas tendientes al otorgamiento de subsidios a más y mejor, o a través de una dinámica perversa en la que "los salarios siempre pierden su capacidad adquisitiva y los precios suben en forma permanente, porque creamos millones de pobres que no pueden vivir, y hay que mantenerlos para que sigan siendo miserables".

Al tenor de las últimas frases es que aparecen las ya indicadas incorrecciones en el discurso del sonorense. Para comenzar, vale decir que el desarrollo estabilizador no fue sino una de las enemil ficciones económicas por las que ha transitado la hacienda pública mexicana, similar al milagro mexicano de Ávila Camacho y Alemán, y a la pretendida entrada al Primer Mundo preconizada durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari. Así, aun cuando es cierto que la tónica impulsada por Ortiz Mena sí tendió a la sustitución de importaciones, también debe decirse que ésta se financió con deuda pública y con onerosos empréstitos contratados en el exterior, de modo que el derrumbe del modelo era perceptible en el horizonte desde fechas tan tempranas como 1965. En consecuencia, la crisis desatada al finalizar el sexenio de Echeverría, si bien se debió a sus múltiples torpezas, también se relacionó con el agotamiento del sacrosanto modelo creado por Ortiz M.

Resulta indudable que, en el periodo de referencia (1958 - 1970), los salarios de la población no perdieron poder adquisitivo, e incluso repuntaron debido a la contención de las presiones inflacionarias. Empero, México distaba en gran medida de ser el jauja que pinta Beltrones debido a que, por una parte, las libertades civiles se encontraban profundamente acotadas bajo la férrea mano del presidencialismo intransigente ejercido por el PRI... sí, justamente ese PRI que ahora se vende como una "nueva opción para el futuro", o ese PRI que se enmascara bajo las siglas del PT, de Convergencia, o incluso del PRD, y que busca mostrarse como alternativa cercana a la gente, a los pobres, a los desposeídos, y que en la marcha, el mitin y el plantón ha encontrado su modus operandi. Ese PRI, señores míos, y no otro, es el que Beltrones alaba como gestor del bienestar social.

Además de lo mencionado, el modelo propuesto por Ortiz Mena contribuyó a la polarización de los distintos grupos que conforman a la sociedad, al hacer más ricos a los ricos, dejar a los pobres en los niveles mínimos de subsistencia, y fomentar el crecimiento inequitativo de las regiones que componen al país, lo que se tradujo en la magnificación de los fenómenos migratorios, tanto del campo a las ciudades, como de ambos a los Estados Unidos. En consecuencia, el hecho de que haya existido estabilidad no determina, de ninguna forma, que el país haya sido un auténtico Edén, un paraíso al que todos anhelamos retornar de la mano del PRI.

Ahora bien: concebir a la política económica "como instrumento para el desarrollo y para invertir en la sociedad" tampoco implicó ejercer el gasto de maneras siempre sensatas. Así, la inversión en carreteras se vio mediada por la necesidad de pavimentarlas con asfalto, dado que Pemex debía dar salida a tal producto, hecho que retrasó la construcción de autopistas con concreto hidráulico al menos cuarenta años; la creación de una infraestructura básica de servicios se vio también condicionada a la corporativización de la sociedad y a la sumisión de los pobres a los dictados del partido en el gobierno; los procesos de urbanización corrieron al amparo de la especulación y no de la sabia planeación que, dicho sea de paso, ahora propugnan quienes, en su momento, amasaron cuantiosas fortunas al amparo de regímenes corruptos e ineficientes; por último, como ya se comentó, la intervención del Estado en la economía tornó a la industria nacional dependiente de los dineros públicos, hizo a los balances de los organismos paraestatales nadar en tinta roja cada año, incrementó desmesuradamente la deuda externa nacional, y contribuyó a la creación de una industria incompetente, amparada en un cierre de las fronteras que le brindaba el monopolio de los mercados nacionales donde, si la memoria no falla, debía consumirse lo hecho en el país que era, sucintamente, caro, malo, y tecnológicamente obsoleto.

Tal fue el legado del desarrollo estabilizador: un país subdesarrollado, anclado firmemente en el corporativismo y las clientelas, inviable económicamente, con una industria ineficiente, sujeto a los subsidios y a la estatización de las empresas en crisis, dependiente de los créditos extranjeros y, como siempre, sin una visión de futuro. De otro modo, Ortiz Mena hubiera previsto que, en algún momento, el monto de la deuda sería impagable, la burocracia crecería hasta representar una carga por demás onerosa para las finanzas públicas, y el gigantismo del Estado le distraería de sus labores fundamentales: administrar, crear los marcos necesarios para el desarrollo de los sujetos, y brindar a éstos la seguridad necesaria para el desempeño de sus actividades. Bonito adalid del México moderno, sin duda alguna, en el que los gobiernos -desde el presidido por Venustiano Carranza hasta el actual, incluidos aquéllos en los que laboró el galardonado Ortiz Mena- hacen de la dádiva al pobre el instrumento para paliar las necesidades sociales, en tanto que los más perversos -léase los de claro tinte populista- consienten en mantener pobre al pobre porque, de otro modo, el discurso cifrado en el bienestar social perdería sustento, y el partido político que base en él sus campañas dejaría de recibir cuantiosos votos.

Como cierre, un apunte: si bien es cierto que la historia se encuentra sujeta a las interpretaciones que realicen los interesados en su estudio, mismas que pueden variar considerablemente entre uno y otro investigador -piénsese, por ejemplo, en el sentido que cobra la revolución mexicana dependiendo de las filias y las fobias particulares de sus habituales manoseadores-, tampoco puede manipularse a placer para pintar panoramas sesgados, donde el pasado tenga cara de futuro y donde, en consecuencia, las figuras mesiánicas hagan su aparición para conducir a los elegidos a nuevas tierras de promisión. En este sentido, Manlio Fabio Beltrones tuerce el devenir de los acontecimientos, enuncia sólo lo que acomoda a su causa, y atiza un palo de magnitud considerable a sus contrincantes políticos: al gobierno actual, por encontrarse entre quienes dilapidaron los beneficios del desarrollo estabilizador -junto con los gobiernos del PRI habidos entre 1970 y 2000-; a la gente del PRD, por comulgar con el populismo sin freno, el clientelismo y los programas asistencialistas. ¿Quién asoma en el horizonte como salvador de la patria? Ni más ni menos que él mismo, no por sus dotes como orador -a las que debe rendirse un merecido reconocimiento, toda vez que logró cosechar aplausos y aprobaciones de la clase política en su conjunto, independientemente del partido en que milite cada personaje-, sino por tener la clarividencia suficiente para ver que, en el rescate de ese pasado glorioso, se encuentra la clave para marchar hacia un futuro impoluto, prístino, donde México volverá a ser lo que fue en alguna ocasión bajo la sabia dirección financiera del insigne Antonio Ortiz Mena.

Me pregunto si Los hijos de Sánchez -previo a la gestión de Ortiz M., pero inserto de modo innegable en el contexto general- le dirá algo a Beltrones sobre ese pasado glorioso, o si las imágenes existentes en el cine de temática sórdida, filmado durante la década de 1960, podría poner en su cabeza un poco de realismo. A menos, claro, que todo ello sean inventos, que los pobres hayan aparecido en México hasta el sexenio de Echeverría -y quienes le han seguido-, que la corrupción y los grandes negocios gestados durante el desarrollo estabilizador no hayan sido sino meras "tomas de oportunidades", que el crecimiento desmedido del Estado sea un mal necesario, y que la migración sea un fenómeno propio del foxismo. Sólo me lo pregunto.