El pasado lunes 27 de septiembre, La Jornada publicó una entrevista a Pedro Salmerón, colega y compañero de trabajo en la Facultad de Filosofía y Letras, en la que el especialista expuso una serie de planteamientos básicos sobre la historia en general, la historia que promueve el gobierno y las conmemoraciones del Centenario de la Revolución mexicana, mismas que mueven a la escritura de esta entrada dado que, para no variar, me parece que involucran un amasijo de opiniones y de conceptos en ocasiones muy atinados, y en otras por completo desemcaminados.
Para ir por partes, habrá que pensar primero en por qué el gobierno federal ha decidido montar un aparato enorme para celebrar el Bicentenario, mientras que el Centenario ha quedado como una celebración menor, acaso como una conmemoración que debe tener lugar pero que, si pasa un tanto desapercibida, mejor para todos. En su exposición, Pedro asume que ello se debe a un hecho simple: "a todos los panistas no les gusta ni entienden la Revolución". Tal generalización merece una reflexión de cierta profundidad: ¿es verdad que a ninguno le gusta ni la entiende? ¿Cómo saberlo? ¿Los ha encuestado? ¿Qué implica que a alguien le guste la Revolución? ¿Que la haya asumido como objeto de estudio, o que la estudie justamente como al propio Salmerón le gustaría que la estudiaran? Ése es un problema grave: la academia, muy en su papel, se ha arrogado la posibilidad de definir qué se estudia y cómo se estudia, y el que no lo hace así es un memo, un ignorante o un reaccionario. En este caso, los panistas, como no están identificados con las luchas populares, poco pueden encontrar de bueno en la celebración del Centenario, cuyo origen o desarrollo no entienden y cuyos protagonistas no les gustan. Parece simple, ¿no es así? Un punto para el doctor Salmerón.
Sin embargo, el entrevistado comienza a contradecirse a los pocos renglones de lo anteriormente señalado. Por principio de cuentas, si los panistas no entienden la Revolución —con mayúsculas siempre, por favor—, ¿cómo es que entonces, en el propio decir de Pedro Salmerón, han tratado de identificarse con la figura de Madero, y de asumir a éste como el padre de las luchas que ellos mismos iniciarían un cuarto de siglo después? Por fin, ¿gusta o no gusta? ¿Se entiende o no se entiende? ¿Se considera algo válido o no? Además, si Madero fuera el referente obligado de los panistas —que puede serlo, pero también puede no serlo—, lo natural sería que el Centenario se convirtiera en una enorme celebración donde, también sería justo decirlo, las figuras de Zapata y Villa ocuparían un lugar muy secundario, en tanto que sujetos como Carranza y Obregón quedarían por completo de lado y el protagonismo sería copado por el Apóstol de la Democracia. Sin embargo, la celebración del gobierno no piensa en unos ni en otros: el Centenario será una conmemoración gris, pobre y relegada, acompañada del absurdo mayúsculo que representa recordar al acontecimiento —como sucede cada año— con un desfile deportivo. Sobre esto abundaré al final de este escrito.
Viene a continuación el problema de la divulgación histórica. El gran acierto de Pedro consiste en señalar al encargado de los festejos —el siempre impresentable Villalpando— como un sujeto que no es historiador —a pesar de que éste suele ostentarse como tal, siendo abogado de profesión, y de que a la menor provocación menciona a sus maestros de un posgrado en historia que no se refleja en ninguna parte, dado que la página del INEHRM lo presenta como lic.— sino que, a lo sumo, es un divulgador y, para colmo, malo. A partir de ello, resulta comprensible el por qué del rumbo desacertado que han seguido los festejos de este 2010: con un zoquete pretencioso a la cabeza, cualquier cosa puede pasar. Si al tipo, además, se le endilga la enorme losa de ser un reaccionario, un declarado partidario de los personajes incómodos de la historia nacional —Calleja, Iturbide, Díaz— y un favorecedor descarado de las historias maniqueas, sesgadas o simplemente incompletas, tenemos a la vista una justificación suficiente para la diatriba lanzada por Salmerón: los panistas no entienden la Revolución, no les gusta, ni tampoco tienen cómo entenderla porque el historiador oficial del régimen —junto con su también impresentable amigo Alejandro Rosas— no es tal sino un advenedizo, un oportunista y, dicho en breve, un farsante que gusta de apantallar incautos mediante la recitación de profusas cantidades de datos que no sabe manejar ni interpretar, pero que repite como parte de actos maravillosos de la memoria.
Hasta aquí, perfecto lo dicho por Pedro Salmerón. No obstante, aparece otro problema en el camino: cierto es que Villalpando y compañía son unos farsantes incompetentes —tanto así que el secretario de Educación, en un alarde de poder, humilló públicamente al primero al retirarle la conducción de los festejos, para eterna amargura del abogado— que de historia no entienden gran cosa, como no sea lo referido a saberse una enorme cantidad de datos que, por sí mismos, no bastan para tramar un buen relato histórico; empero, en su discurso, Pedro habla de una cantidad importante de sujetos que, sin ser netamente panistas —Javier Garciadiego, Héctor Aguilar Camín—, sí ocupan posiciones cercanas al régimen —lo que conduciría a pensarlos como criptopanistas o, al menos, como filopanistas— y que han realizado trabajos más que decorosos sobre la propia Revolución. ¿Cómo es, en este caso, que ningún panista —real, cripto o filo— entiende la Revolución? He ahí el problema de las generalizaciones o, como he mencionado, de asumir que las cosas no las entiende el que las entiende en un modo distinto a aquél que es propio del enunciante. Si sus posturas son conservadoras, o no ensalzan la lucha popular —como sucede, también, con Macario Schettino y su libro Cien años de confusión, al que le han llovido los palos a pesar de que su interpretación es por demás interesante—, ¿eso basta para descalificarlos en tanto autores competentes? Supongo que no pero, como podrá verse más adelante, todo ello encaja en el modelo que Pedro propugna como único válido para la realización de la historia.
Para cerrar esta sección de comentarios, vale preguntar por qué, si Villalpando le merece a Salmerón —con mucha justicia, hay que decirlo— el calificativo de divulgador malo, no sucede lo mismo con gente de similar talante aunque distinto sesgo ideológico, gente como Taibo II, Rius o el Fisgón, que para escribir bodrios pseudo históricos se pintan solos. ¿Sólo por el sesgo ideológico de sus pésimos trabajos, y que podría concordar con el que sostiene Pedro? ¿Y por qué incluye a Horacio Crespo —de quien ya se ha hablado en este mismo blog— en la categoría de los escritores trascendentes, cuando el tipo ha escrito sólo un puñado de obras, a cual más inexactas y cuestionables?
Ahora bien, ¿qué historia debe hacerse a propósito de la conmemoración del Centenario? ¿De qué manera deben proceder los historiadores en el rescate del pasado y en su posterior divulgación? La receta, desde el enfoque de Pedro Salmerón, es simple: hay que hacer "historia social [...], política, combativa". Bien, ¿qué se supone que es esa historia social, política y combativa? A mi modo de ver, una historia panfletaria, una historia donde el carácter de los héroes populares quede de mianifiesto, donde se les exalte hasta los límites de lo concebible —probablemente más allá— y se les haga decir... justamente lo que no dijeron. Las muestras mencionadas por Salmerón a este respecto son claras: el ejemplo a seguir son Arnaldo Córdova, Adolfo Gilly, Jack Womack —le faltó enunciar la colección México, un pueblo en la historia, dirigida por Enrique Semo—, historiadores comprometidos con las causas populares pero que, llevados por su entusiasmo, no dudaron en presentar textos donde se soslaya una buena parte de las explicaciones para presentar a la lucha popular como la verdadera revolución, en contra de esa otra no revolución encarnada en los burgueses que, a final de cuentas, vencieron en la contienda. Autores que, sin quererlo —o tal vez queriéndolo—, apuntalaron la historia de bronce y la historia maniquea de malos malos y buenos buenos, de pobres oprimidos, víctimas inocentes, revolucionarios justicieros y modernos caciques, pequeños propietarios avorazados, traidores a la causa, sujetos hambrientos de poder. ¿Ésa es la historia que debe hacerse? La historia de combate, ¿no implica un sesgo muy marcado? Si se entiende que la historiografía es una tarea que se efectúa desde la subjetividad del que trama un relato, ¿entrar en posiciones de combate no implica considerar que lo que se juega no son los hechos sino las opiniones fundamentadas y el manejo adecuado de fuentes para presentar justamente esas posturas sociales? Y, si ello es verdad, ¿cómo es que Pedro determina que las historias posmodernistas son deficientes porque apelan a la sola interpretación? ¿Acaso no toda la historia es representación, etendimiento particular, planteamiento personal de un discurso a través de lo que se logra ubicar en otros discursos?
El modo en que se escribe ahora la historia —que no es el modo, como se ha hecho ver en otra entrada de este mismo blog, sino los modos, los muchos modos en que se entiende la práctica de la disciplina— suscita una reacción airada por parte del entrevistado: es una historia historicista, relativista, posmodernista. Lo primero que cabría decir es que, se quiera o no, la historia es así; de otro modo, en algún momento alguien podría decir que ha arribado a la verdad y, por ende, todo estudio posterior sobre el mismo asunto sería inútil. No obstante, en su misma argumentación, Pedro cae en una terrible contradicción: si la historia no es objeto de interpretación —debió decir representación, pero se deja esto como mero detalle—, ¿cómo pide entonces que se haga algo distinto, cómo asume que es posible hacerlo? Todo son versiones, interpretaciones, argumentaciones hechas a la manera del que las concibe y las fabrica. Esto determina que él encuentre buenas las historias de Gilly y Womack, por ejemplo, y no tan buenas las de Garciadiego y Aguilar Camín. Buenas o no tan buenas, no dejan de ser versiones, apropiaciones, estudios concretos del hecho, válidos en tanto apelan a un método que surge desde la búsqueda, el tramado, el análisis, la inferencia y la escritura. El posmodernismo, desde mi punto de vista particular, no ha hecho otra cosa que hacer evidente el carácter relativo de la historia, mismo que le es connatural pero que, por las razones que se guste y mande, habían quedado soslayadas o que se pretendía no ver.
Restan dos puntos para concluir con este escrito: el primero, el carácter trascendental de la historia. En un segmento de la entrevista, Pedro indica con soltura que hace falta hacer historias de gran alcance social, historias que expliquen el devenir, como hicieron Córdova y Gilly. Ahora, prosigue, la historia —relativista— se la cuentan unos académicos a otros, mientras que la población queda excluida del proceso. Concuerdo totalmente con la última parte del argumento: poco a poco, la historia académica se ha retraído al campo propio de la academia, y esto posibilida la irrupción de los divulgadores malos —Villalpando, Taibo II, Rosas, Rius, Crespo, el Fisgón—, a quienes no les importa tanto contar una historia profunda, de vanguardia, de combate, sino una historia que la gente entienda. No obstante, este fenómeno no es nuevo; de hecho, las historias de gran alcance social que enuncia —Gilly, Córdoba, Womack— tampoco son tales: son también explicaciones hechas desde la academia para la academia, a las que el público culto se acerca si quiere, puede y tiene en la cabeza con qué. Es decir, el fenómeno es el mismo: el hecho de que La ideología de la Revolución Mexicana se haya escrito desde el materialismo histórico no le da una mayor posibilidad de aceptación por parte del gran público —al que, seguramente, le espanta la posibilidad de leer algo que tenga que ver con la ideología—, ni tampoco la convierte en la explicación del devenir, sino en una explicación del devenir, limitada a sus propios alcances argumentativos y a las posibilidades de lectura que adquiera entre los destinatarios. Como tal fenómeno es inherente a toda obra histórica —a toda, sin excepción—, la pregunta es ¿por qué necesariamente debería favorecerse la producción de historias sociales, políticas, combativas, por sobre las historias culturales, económicas o del arte, por citar sólo unos cuantos ejemplos? ¿Las primeras explican más que las segundas? ¿Incluyen una mayor cantidad de verdad? Por supuesto que no o, al menos, no desde el que las produce; en todo caso, sus capacidades explicativas y de posesión de una verdad —entre un cúmulo de otras verdades— dependerá de quien tiene la última palabra en todo ello: el lector.
El segundo punto, con el que cierro esta breve reflexión, tiene que ver con aquél que le dio origen: el festejo del Centenario. Pedro Salmerón, lo sabemos todos, es un especialista notable en lo relacionado con la Revolución Mexicana. Si él pide que se dé un mayor énfasis a los festejos del Centenario, sus motivos le asisten. Sin embargo, al cargar a los panistas de mal gusto y escaso entendimiento la responsabilidad de relegar a un plano muy secundario al Centenario, deja de lado el elemento que hace del festejo un hecho incómodo, elemento que, casi podría apostarlo, el propio Pedro no ignora, y que se resume en el carácter patrimonial que, con respecto a la lucha revolucionaria —primer desatino, porque son muchas luchas, y no todas son estrictamente revolucionarias—, establecieron el PNR, el PRM y PRI durante las siete décadas en que el poder nacional fue ostentado por los hijos de la Revolución —a través de un mismo partido con distintos membretes—. ¿No es eso señal suficiente para quitar del camino a la celebración, máxime a dos años de una elección presidencial que se antoja reñida, y con el copete de Peña Nieto asomando ominosamente en el horizonte? Yo creo que sí: poner al Centenario en el mismo nivel que el Bicentenario —lo que no es posible dado que, como acontecimientos, su importancia es por demás distinta— implica darle juego, justo ahora, al PRI. Cierto es que el festejo podría centrarse en la figura de Madero, con lo que las luchas posteriores quedarían como procesos distintos y se eliminaría la labor de construcción del Estado llevada a cabo, entre otros, por Obregón y Calles; sin embargo, ello despertaría sospechas, recelos y críticas fundadas por parte de quienes han contribuido a la creación de una continuidad ficticia entre 1910 y 1917, 1920, 1928 ó 1940 —dependiendo de lo que asuman como "lucha revolucionaria"—. Además, si se piensa que el encargado de los festejos nada sabe en torno a lo que podría festejarse—más allá de si podrían echarle una mano Garciadiego o Aguilar Camín—, el resultado es obvio: no Centenario o, cuando menos, no un Centenario apoteósico. Y, menos aún, un Centenario que, confinado al marco de un desfile deportivo —símbolo de la modernidad alcanzada por un Estado construido a partir de las luchas de principios del siglo XX—, quedaría por completo ridículo.