Hoy es 31 de diciembre, lo cual indica que, en cuestión de horas, habremos dejado atrás la parafernalia del Bicentenario —y los festejos mínimos del Centenario— y nos prepararemos para encarar un nuevo año donde, por supuesto, aparecerán celebraciones de distinto tenor para conmemorar los hechos relacionados con las antedichas fiestas. Con el año a punto de fenecer, vale recapitular un poco sobre lo acaecido con respecto a la fiesta de los cien y los doscientos, lo hecho y lo no hecho, así como extraer algunas conclusiones de todo ello. Por tanto, y con el permiso del respetable, me permitiré realizar un listado de lo que, a mi juicio, ha constituido la parte más relevante de la marabunta de actos públicos, programas de televisión, publicaciones y elementos de similar talante con los que los gobiernos federal y estatales pretendieron, en sus propias palabras, celebrar el orgullo de ser mexicanos, lo que sea que tal disparate signifique.
1. Si algo quedó de manifiesto durante el cúmulo de conmemoraciones oficiales realizadas a lo largo y ancho del país es, sin duda, el hecho de que la política —la política vulgar, se entiende, la grilla sin sentido—, como atinadamente señalaba Quino en una tirilla de Mafalda, lo descompone todo. En este caso, la organización y el desarrollo de los festejos, las marchas, los desfiles, las exposiciones y lo demás que se desee no estuvieron a cargo, como cabría esperar, de sujetos plenamente capacitados para dar a entender de qué iba la cosa con los actos públicos, con la rememoración misma del Bicentenacio y del Centenario o con la simple difusión del conocimiento histórico, de manera que éste fuera mayormente aprehensible por parte de la población. Por el contrario, las autoridades de todos los niveles de gobierno —sí, incluso las autoridades municipales— tendieron a encargar el montaje de lo que sería observado a los infaltables amigos, compadres, conocidos, compadres, apoyadores o vividores, fueran o no historiadores —historiadores de verdad, por favor, no farsantes como Villalpando ni simuladores como Enrique Márquez—. Así, las conmemoraciones se movieron entre el despropósito iletrado —con el Coloso como mejor ejemplo—, la exaltación patriotera —muy visible en los estados de la república, especialmente en aquéllos en los que el término México dice muy poco si se le compara con la importancia que posee el terruño—, la presentación de proyectos ubicados más allá del absurdo —como el programa "La salud y el deporte en el Bicentenario", del GDF— , o la proliferación de anuncios comerciales carentes de todo sentido. De ello bien podría desprenderse la típica pregunta incómoda: la gente, ¿de qué forma entendió al Bicentenario o al Centenario? ¿Es posible que haya "prendido" la idea de que México nació hace doscientos años justos? ¿Acaso se comparó la gente con la tostadora descompuesta de su abuelita, con el vendedor de paletas llenas de amibas, o incluso con una calle, una plaza o una fuente? ¿Es eso a lo que se redujeron el Bicentenario y el Centenario? ¿Y dónde quedó la historia?
2. A propósito de la última pregunta formulada, todo parece indicar que la historia —con mayúscula y con minúscula— se quedó en el ámbito académico... y de ahí no salió. Hasta donde me es posible saber, los libros editados por los historiadores profesionales se quedaron ahí, en el propio medio, porque sigue faltando esa voluntad comunicativa que haría de la historia algo accesible para la gente y, en consecuencia, algo agradable, algo que pudiera convertirse en conocimiento necesario, no sólo en una suerte de amasijo de datitos accesorios para apantallar al vecino, al teleauditorio o al radioescucha. En este 2010 fue evidente cómo el medio dedicado a la historia —en el que conviven historiadores profesionales y manoseadores del tema— parece residir en una dimensión distinta de aquélla en que habita el resto de la población. De otro modo, no se explica uno cómo es que el público que asiste a los congresos se conforma mayoritariamente por los propios integrantes del medio que, todos a una, se dedican a explicar lo hiperespecífico de lo detallado de lo minucioso, lo cual se convierte en el no va más de lo intrascendente, lo que a nadie llama la atención, lo que se queda entre el selecto grupo de los iniciados a los que se adhiere uno que otro cultillo. Pero, en general, el conjunto de la población no quiere, no tiene con qué, o simplemente no siente el mínimo interés por acercarse a lo que produce el gremio. Así, de los coloquios celebrados este año, los libros especializados dados a la luz y los artículos aparecidos en las revistas hechas por la academia, poco o nada quedará en la memoria.
3. Los productos de divulgación son también un tema que merece tratarse en este espacio. En el año que concluye observamos bodrios sublimes —como el par de telenovelas dedicadas a Zapata y a las luchas independentistas—, esfuerzos loables pero mal encaminados —como la serie Discutamos México, que terminó por ser cualquier cosa menos una discusión o una propuesta que resultara atractiva para el público en general—, novelas de distinto cariz —buenas, regulares y malas, desde el Morelos de Palou hasta el Matamoros de Silvia Molina, pasando por las tonterías habituales de Francisco Martín Moreno—, libritos de pseudo ficción histórica pretenciosos y un tanto indigestos —la serie Charlas de café—, tiras cómicas de muy extraña manufactura —como la editada por El Colegio de México a propósito de la revolución, donde se combinan un texto soso y poco creíble con dibujos que parecerían presagiar la aparición, en cualquier momento, de Batman o Supermán—, películas generalmente malas —la peor, Héroes verdaderos; mediana y dispareja, El atentado; ridícula, Hidalgo—, todo ello acompañado por un par de revistas bien logradas —Bicentenario y 20/10— de las que sólo se podría criticar, a la primera, su escasa distribución; a la segunda, su elevado costo; a ambas, el modo en que llegaron a trivializar algunos hechos o el desenvolvimiento de ciertos personajes —aunque nunca en el modo en que lo hace Relatos e historias, publicación francamente olvidable que combina lo ya indicado, la trivialización, con un afán de presentar lo verdadero de la verdad más veraz—. En suma, tampoco el rubro de la divulgación se salvaría —con las notables excepciones mencionadas— de la quema, al hallarse sumergida en el despropósito constante, la tergiversación y el carácter patriotero que todo lo invadieron y que crearon un ambiente de desinformación histórica digno de verdadero horror.
4. Finalmente, quedaría por pensar cuál fue la idea de la historia que privó en lo señalado. Ante todo, es evidente que los cerebros —podría ser generalmente un eufemismo, salvo en los ejemplos rescatables— a cargo de los desvaríos comentados tenían claro que el pasado, como tal, se deposita en el presente, lo construye y lo encamina por una senda determinada sin rupturas, discordancias ni desviaciones. Lo paradójico del caso reside en que ese mismo pasado, en el que se ancla la frase "doscientos años de ser orgullosamente mexicanos" —y todas las que, de semejante catadura, idearon los publicistas ignorantes pero con ínfulas de personas creativas—, se tendió a dejar ahí, en el pasado inmaculado en que, sin asomo de disputa, coexisten Hidalgo y Allende, Villa y Carranza, próceres forjadores de lo que es hoy el país. En esta concepción dual del pasado —uno que transita hacia el presente y otro que permanece estático y broncíneo en su sitio— se movieron los festejos, aderezados por las opiniones del "pensamiento crítico" —tan crítico como descontextualizador y anacronizante, perdonando las palabrejas— que señalaban la imposibilidad de festejar algo dada la situación en que se desarrolla la vida nacional actualmente. Entre tal desbarajuste, ¿se comprendió la historia? No, desde luego. ¿Qué fue lo que, de ella, se transmitió al público en general? Apenas un puñado de nombres, fechas, sitios y sucesos, exaltados según las personales filias y fobias de los organizadores de las celebraciones e impuestos sin distingo a calles, plazas, avenidas, monumentos y edificios diversos, recordados medianamente en desfiles —simpáticos y absurdos, de todo hubo— y en discursos carentes de lógica e incluso de congruencia. Sin embargo, los procesos históricos como tales quedaron confinados a su ámbito habitual de análisis y explicación: la academia. En tanto, la gente, en general, sólo se enteró de lo mínimo, aderezado por las ridiculeces presentadas en el cine, la televisión y los periódicos —o los libros, aun sabiendo que la mayoría de la población no se acerca a un libro como no sea para nivelar la pata coja de la mesa— sin reflexionar acerca de qué implicaba el mentado Bicentenario, de qué se trataba y de qué manera, o maneras, podría examinarse.
El año que habrá de comenzar en poco más de seis horas, 2011, será por completo distinto al que termina. Cierto es que, como ya comentaba, las microconmemoraciones proseguirán —el bicentenario de la derrota de Hidalgo, el centenario de la entrada de Madero a la Ciudad de México, por mencionar el par de ejemplos más notables—, pero todo quedará en un nivel de difusión mucho menor, máxime al arrancar las campañas en pos de la Presidencia de la República y subir el tono de las descalificaciones entre los suspirantes a algún cargo de elección popular. No obstante, y como conclusión, me queda una duda enorme por resolver: en el programa con que cerró, en materia histórica, la serie Discutamos México —conducido por Gloria Villegas, a quien acompañaron Ilán Semo, Evelia Trejo y un impresentable que responde al nombre de Alejandro Rosas—, se hablaba de la existencia de un auge en el estudio de la historia, a lo que contribuía la diversidad de obras dedicadas a la divulgación de la disciplina. ¿De verdad? ¿Existe un auge en el estudio del pasado? Posiblemente, pero ¿de qué calidad es tal estudio? ¿No, por ventura, se halla preso entre la incomprensibilidad, el detalle, la repetición o el abordaje de temas nada interesantes que se verifica en el medio académico, y la banalización, el retrato de la verdad-verdadera o el desvelamiento de todo lo que uno siempre quiso saber y nuca se atrevió a preguntar sobre tal o cual cosa, del modo en que hacen los divulgadores malos? Me parece que sí. De hecho, tal es el problema de mayor importancia a que, en mi opinión, se enfrenta la historia en la actualidad: el enclaustramiento del gremio historiográfico tras los muros de la disciplina —con lo que el lego queda excluido— y la consiguiente ausencia mayoritaria de canales, técnicas, procedimientos y herramientas de divulgación serias y efectivas, lo que a su vez posibilita el asalto al pasado que tiene lugar de la mano de los aficionados a enredarlo todo y a presentar chismes, compendios interminables de datos o soserías de variada envergadura —desde Rius y El Fisgón hasta Taibo II y Villalpando—. A partir de ello es posible inquirir sobre lo fundamental: la diversidad de materiales de divulgación a que se ha aludido, ¿nos ayuda a comprender a la historia? ¿O sólo propende a su deformación? ¿Qué historia es la que se divulga? ¿Cómo, por qué, por quiénes y para quiénes se divulga? ¿Puede el gremio hacer en relación con ello algo que sea eficaz, y no sólo conformarse, como aconteció en el programa de televisión citado, con creer que lo que hay es bueno, eficiente y suficiente? Tales preguntas me parecen en extremo pertinentes para comenzar el 2011; de la eventual solución que el medio decida aplicar dependerá, en mucho, el futuro de la disciplina y de quienes nos ganamos la vida con su estudio, enseñanza y difusión.
Feliz 2011 a quienes leen este espacio. Nos veremos de nueva cuenta cuando la historia mal contada asome su fea cara en el horizonte lo que, por desgracia, es harto común.
2. A propósito de la última pregunta formulada, todo parece indicar que la historia —con mayúscula y con minúscula— se quedó en el ámbito académico... y de ahí no salió. Hasta donde me es posible saber, los libros editados por los historiadores profesionales se quedaron ahí, en el propio medio, porque sigue faltando esa voluntad comunicativa que haría de la historia algo accesible para la gente y, en consecuencia, algo agradable, algo que pudiera convertirse en conocimiento necesario, no sólo en una suerte de amasijo de datitos accesorios para apantallar al vecino, al teleauditorio o al radioescucha. En este 2010 fue evidente cómo el medio dedicado a la historia —en el que conviven historiadores profesionales y manoseadores del tema— parece residir en una dimensión distinta de aquélla en que habita el resto de la población. De otro modo, no se explica uno cómo es que el público que asiste a los congresos se conforma mayoritariamente por los propios integrantes del medio que, todos a una, se dedican a explicar lo hiperespecífico de lo detallado de lo minucioso, lo cual se convierte en el no va más de lo intrascendente, lo que a nadie llama la atención, lo que se queda entre el selecto grupo de los iniciados a los que se adhiere uno que otro cultillo. Pero, en general, el conjunto de la población no quiere, no tiene con qué, o simplemente no siente el mínimo interés por acercarse a lo que produce el gremio. Así, de los coloquios celebrados este año, los libros especializados dados a la luz y los artículos aparecidos en las revistas hechas por la academia, poco o nada quedará en la memoria.
3. Los productos de divulgación son también un tema que merece tratarse en este espacio. En el año que concluye observamos bodrios sublimes —como el par de telenovelas dedicadas a Zapata y a las luchas independentistas—, esfuerzos loables pero mal encaminados —como la serie Discutamos México, que terminó por ser cualquier cosa menos una discusión o una propuesta que resultara atractiva para el público en general—, novelas de distinto cariz —buenas, regulares y malas, desde el Morelos de Palou hasta el Matamoros de Silvia Molina, pasando por las tonterías habituales de Francisco Martín Moreno—, libritos de pseudo ficción histórica pretenciosos y un tanto indigestos —la serie Charlas de café—, tiras cómicas de muy extraña manufactura —como la editada por El Colegio de México a propósito de la revolución, donde se combinan un texto soso y poco creíble con dibujos que parecerían presagiar la aparición, en cualquier momento, de Batman o Supermán—, películas generalmente malas —la peor, Héroes verdaderos; mediana y dispareja, El atentado; ridícula, Hidalgo—, todo ello acompañado por un par de revistas bien logradas —Bicentenario y 20/10— de las que sólo se podría criticar, a la primera, su escasa distribución; a la segunda, su elevado costo; a ambas, el modo en que llegaron a trivializar algunos hechos o el desenvolvimiento de ciertos personajes —aunque nunca en el modo en que lo hace Relatos e historias, publicación francamente olvidable que combina lo ya indicado, la trivialización, con un afán de presentar lo verdadero de la verdad más veraz—. En suma, tampoco el rubro de la divulgación se salvaría —con las notables excepciones mencionadas— de la quema, al hallarse sumergida en el despropósito constante, la tergiversación y el carácter patriotero que todo lo invadieron y que crearon un ambiente de desinformación histórica digno de verdadero horror.
4. Finalmente, quedaría por pensar cuál fue la idea de la historia que privó en lo señalado. Ante todo, es evidente que los cerebros —podría ser generalmente un eufemismo, salvo en los ejemplos rescatables— a cargo de los desvaríos comentados tenían claro que el pasado, como tal, se deposita en el presente, lo construye y lo encamina por una senda determinada sin rupturas, discordancias ni desviaciones. Lo paradójico del caso reside en que ese mismo pasado, en el que se ancla la frase "doscientos años de ser orgullosamente mexicanos" —y todas las que, de semejante catadura, idearon los publicistas ignorantes pero con ínfulas de personas creativas—, se tendió a dejar ahí, en el pasado inmaculado en que, sin asomo de disputa, coexisten Hidalgo y Allende, Villa y Carranza, próceres forjadores de lo que es hoy el país. En esta concepción dual del pasado —uno que transita hacia el presente y otro que permanece estático y broncíneo en su sitio— se movieron los festejos, aderezados por las opiniones del "pensamiento crítico" —tan crítico como descontextualizador y anacronizante, perdonando las palabrejas— que señalaban la imposibilidad de festejar algo dada la situación en que se desarrolla la vida nacional actualmente. Entre tal desbarajuste, ¿se comprendió la historia? No, desde luego. ¿Qué fue lo que, de ella, se transmitió al público en general? Apenas un puñado de nombres, fechas, sitios y sucesos, exaltados según las personales filias y fobias de los organizadores de las celebraciones e impuestos sin distingo a calles, plazas, avenidas, monumentos y edificios diversos, recordados medianamente en desfiles —simpáticos y absurdos, de todo hubo— y en discursos carentes de lógica e incluso de congruencia. Sin embargo, los procesos históricos como tales quedaron confinados a su ámbito habitual de análisis y explicación: la academia. En tanto, la gente, en general, sólo se enteró de lo mínimo, aderezado por las ridiculeces presentadas en el cine, la televisión y los periódicos —o los libros, aun sabiendo que la mayoría de la población no se acerca a un libro como no sea para nivelar la pata coja de la mesa— sin reflexionar acerca de qué implicaba el mentado Bicentenario, de qué se trataba y de qué manera, o maneras, podría examinarse.
El año que habrá de comenzar en poco más de seis horas, 2011, será por completo distinto al que termina. Cierto es que, como ya comentaba, las microconmemoraciones proseguirán —el bicentenario de la derrota de Hidalgo, el centenario de la entrada de Madero a la Ciudad de México, por mencionar el par de ejemplos más notables—, pero todo quedará en un nivel de difusión mucho menor, máxime al arrancar las campañas en pos de la Presidencia de la República y subir el tono de las descalificaciones entre los suspirantes a algún cargo de elección popular. No obstante, y como conclusión, me queda una duda enorme por resolver: en el programa con que cerró, en materia histórica, la serie Discutamos México —conducido por Gloria Villegas, a quien acompañaron Ilán Semo, Evelia Trejo y un impresentable que responde al nombre de Alejandro Rosas—, se hablaba de la existencia de un auge en el estudio de la historia, a lo que contribuía la diversidad de obras dedicadas a la divulgación de la disciplina. ¿De verdad? ¿Existe un auge en el estudio del pasado? Posiblemente, pero ¿de qué calidad es tal estudio? ¿No, por ventura, se halla preso entre la incomprensibilidad, el detalle, la repetición o el abordaje de temas nada interesantes que se verifica en el medio académico, y la banalización, el retrato de la verdad-verdadera o el desvelamiento de todo lo que uno siempre quiso saber y nuca se atrevió a preguntar sobre tal o cual cosa, del modo en que hacen los divulgadores malos? Me parece que sí. De hecho, tal es el problema de mayor importancia a que, en mi opinión, se enfrenta la historia en la actualidad: el enclaustramiento del gremio historiográfico tras los muros de la disciplina —con lo que el lego queda excluido— y la consiguiente ausencia mayoritaria de canales, técnicas, procedimientos y herramientas de divulgación serias y efectivas, lo que a su vez posibilita el asalto al pasado que tiene lugar de la mano de los aficionados a enredarlo todo y a presentar chismes, compendios interminables de datos o soserías de variada envergadura —desde Rius y El Fisgón hasta Taibo II y Villalpando—. A partir de ello es posible inquirir sobre lo fundamental: la diversidad de materiales de divulgación a que se ha aludido, ¿nos ayuda a comprender a la historia? ¿O sólo propende a su deformación? ¿Qué historia es la que se divulga? ¿Cómo, por qué, por quiénes y para quiénes se divulga? ¿Puede el gremio hacer en relación con ello algo que sea eficaz, y no sólo conformarse, como aconteció en el programa de televisión citado, con creer que lo que hay es bueno, eficiente y suficiente? Tales preguntas me parecen en extremo pertinentes para comenzar el 2011; de la eventual solución que el medio decida aplicar dependerá, en mucho, el futuro de la disciplina y de quienes nos ganamos la vida con su estudio, enseñanza y difusión.
Feliz 2011 a quienes leen este espacio. Nos veremos de nueva cuenta cuando la historia mal contada asome su fea cara en el horizonte lo que, por desgracia, es harto común.