Mi desconfianza con respecto a cualquier producto fílmico de corte histórico es proverbial, como saben bien quienes me conocen. Ha sido tal la cantidad de bodrios, bodoques, esperpentos y disparates que he observado a lo largo de los años que, cada que se anuncia el estreno de una nueva película histórica, me la pienso diez o quince veces antes de acudir al cine. Después de tomar mi decisión, resignadamente aparto mi dinerito, me dirijo a las salas que me quedan más cómodas y, durante el tiempo que dura la película, hago una bilis enorme. Los vestuarios están mal. La ambientación es espantosa. Los decorados parecen hechos por niños de preescolar. Las actuaciones son ridículas. La trama histórica —o sea, el fondo del asunto— es una tomadura de pelo. Fin del asunto. No sé a qué demonios vine. Cuando se divulga otra película por el estilo, hago de tripas corazón y repito el numerito. Paso a paso.
Hace unos meses se anunció el nuevo gran proyecto histórico del cine nacional. La batalla del 5 de mayo. Una súper producción filmada en los escenarios reales, con un presupuesto enorme y un reparto más que decente. Ya veremos. Transcurrieron las semanas y, de pronto, voilá, la película se ha estrenado. La premiere en Puebla es un éxito, medio mundo se hace lenguas acerca de lo acertado de la dirección, de la calidad de la fotografía, de la precisión del vestuario, de las buenas interpretaciones, de los impactantes efectos especiales. Sin embargo, las críticas están divididas. Unos —yo mismo, en un principio— no atinaban a ver en dónde encajaba Kuno Becker como Ignacio Zaragoza. Otros no se cansaban de darle de palos a la cinta por el simple hecho de que era "un producto de Televisa". O sea, del demonio encarnado. No faltaba el que decía que era una cosa infumable ni quien, incluso, mencionaba que estaba muy por debajo de aquella infausta Mexicanos al grito de guerra, filmada hace setenta años y que, para todo fin práctico, es un cuento patriotero sin mucho sentido, en el que abunda el humorismo involuntario —la escena en la que Pedro Infante sostiene un duelo de himnos nacionales con un corneta francés es para partirse de la risa, por decir lo menos—. En resumen, la película podía ser cualquier cosa: una obra de arte o una soberana estupidez.
Como de costumbre, sostuve conmigo mismo el debate de siempre. ¿Cine histórico? ¿Para qué? ¿No es, acaso, tirar el dinero? ¿Y qué tal que no? ¿Qué tal que la cinta está, cuando menos, pasable? ¿Cómo podría estarlo, si los avances son espantosos? ¿No será solo una mala elección de escenas?
Finalmente decidí que habría que verla y que, como suele suceder, no habría mejor modo de someterme a semejante experiencia que con mi amada Ana Silvia que, para el caso, es la experta en siglo XIX. Organizamos el plan, nos apersonamos en el cine, compramos nuestras entradas —dos por noventa y ocho pesos; nada mal— y nos dispusimos a pasar el rato con la tijera bien afilada en la mano.
Contra todo lo que esperábamos —porque, a decir, verdad, sí esperábamos algo que se encontrara más en el terreno de las porquerías—, la cinta no es mala. De hecho, es buena y muy disfrutable. Realista, bien contada, con buenos recursos técnicos y, sobre todo, con la cantidad adecuada de mugre, de desorden, de explosiones, de sangre, de quemados y de mutilados. Lo justo para crear un ambiente verídico, sin exagerar. Si acaso, su problema más grande es el abuso que se hace de las tomas en las que la cámara se mueve tipo Bruja de Blair. Es, quizá, lo más fastidioso y lo que termina por molestar la vista y marear al espectador. Sin embargo, debe reconocerse que, como recurso para crear un ambiente caótico, es inmejorable el manejo que se hace de tales tomas. Es, creo yo, la primera película en la que el caos de la batalla es eso, precisamente: un caos completo. Un conjunto de situaciones ininteligibles. Un punto del espacio y del tiempo en el que no se entiende nada, en el que todo sucede al unísono, en el que no hay orden ni concierto. La cámara se mueve de tal modo que no es posible enfocar nada, justo como debe suceder en un campo de batalla real donde se corre para un lado o para otro, donde se dispara como se puede, donde se mata al contrario a pedradas, a cuchilladas, con el sable o a tiros. Donde se da un paso y se encuentra una pierna, un ojo, una mano, un charco de cualquier cosa. Donde una granada estalla, donde vuelan pedruscos y esquirlas, donde matar al enemigo y no al amigo parece más cuestión de suerte que de pericia. Mover la cámara aparentemente al azar permite reconstruir eso, un campo de batalla real, no uno aséptico, de esos en los que los héroes entran por un lado y salen por el otro apenas con un poco de tizne en las mejillas y los cabellos mal acomodados. ¿Funciona, entonces, el interminable oscilar de la cámara? Podría decirse que sí. Se agradecería si se hubiera hecho menos uso de él pero, como sea, parece tener un objetivo claro.
Valdría destacar, para los colegas interesados en la cantidad de "verdades verdaderas" que se incluyen en una cinta o en una novela, la acuciosidad con la que se cuidaron los detalles históricos en la hechura del filme. Ahí es donde esta cinta se separa del resto de las que abordan el tema y que, si las cuentas no me fallan, son apenas un puñado. No es una película en la que los mexicanos únicamente saltan al campo de batalla en Puebla y liquidan al francés tras sufrir pérdidas humanas espantosas. Tampoco es una en la que los ejércitos se traban sin ton ni son a las puertas de la capital angelopolitana. Es decir, es eso —no hay cómo contar la batalla de Puebla sin hacer énfasis en esa misma batalla—, pero también es mucho más que eso. Es la narración de un proceso, el recuento detallado del tránsito de los franceses desde el puerto de Veracruz hasta las goteras de Puebla. Por lo tanto, es una cinta en la que lo mismo aparecen el desastre de Chalchicomula que la batalla de las Cumbres de Acultzingo, la emboscada de Atlixco y los alcances de la estrategia de tierra calcinada ordenada por Zaragoza para mermar las fuerzas del enemigo. La cinta no es, para decirlo pronto y bien, un disparate bélico —como podría serlo cualquiera de las cien que Hollywood filma al respecto cada año— ni uno patriotero sino, por el contrario, un producto de divulgación histórica bien hecho. Y no es para menos si, más allá de la mujer desconocida —al menos para mí— que se encargó de pergeñar la historia original, se encuentra mi muy querido y admirado Pedro Ángel Palou —el cronista, no su hijo el literato—, presidente del Consejo de la Crónica del Estado de Puebla, cuya asesoría se ve en la forma en que fueron tratados desde los grandes sucesos hasta los detalles nimios. La mano del profesor Palou y, también, la de Eduardo Merlo, fueron decisivas, creo yo, para darle forma al filme y hacerlo un producto creíble, muy alejado de los bodrios pseudo históricos que algunos directores muy imaginativos —o muy cretinos, o muy idiotas— nos habían recetado en los últimos años.
A pesar de lo mencionado, la película tiene sus pequeños errores. Algunos son imprecisiones menores —como, por ejemplo, el hecho de que no aparezcan, al inicio de la cinta, ni Manuel María de Zamacona, ni Charles L. Wyke, cuando todo indicaba que tendrían que haber estado ahí, o que este último no esté mientras se discute acaloradamente lo que habrán de hacer los firmantes del Tratado de Londres ante la insistencia francesa de invadir el territorio mexicano—. Otros se relacionan con la elección de ciertos miembros del reparto —Ginés García Millán, en su papel de Juan Prim y Prats, se ve viejo, aunque su actuación lo salva, y con creces; el inglés William Miller, aunque interpreta con maestría a Lorencez, no deja de estar caracterizado de un modo sumamente extraño; Álvaro García Trujillo, en su papel de un Saligny que, inexplicablemente, se mantiene sobrio a lo largo de la película, es muy inferior en todo sentido a Miguel Arenas, encargado de dar vida al mismo personaje en Mexicanos al grito de guerra—. Algunos problemillas más, como suele pasar, tienen que ver con el carácter de que se ha investido a ciertos personajes —el siempre sereno e inmutable Benito Juárez, o los soldados que, en pleno siglo XIX, se comportan como si se encontraran en el XXI—. Otros, por último, son errores planos y llanos, producto de una falta de atención, una mala comprobación o un simple descuido —soldados que beben tequila y no aguardiente; los cabellos largos del conde de Lorencez; las barbas rubias de Napoleón III; el sonido de unos disparos que, extrañamente, parecen salidos de una ametralladora; la estatura de Benito Juárez.
Los mencionados son, con todo, pequeños detalles que no obran en contra del producto final. De un producto en el que, antes que nada, se cuenta bien una historia. Mejor aún, una historia cuyo tratamiento se efectúa desde varias perspectivas distintas. La primera de ellas, la de la plana mayor del Ejército de Oriente y, en especial, la de su comandante en jefe, espléndidamente interpretado por un Kuno Becker que transluce la ira, la impotencia y, al mismo tiempo, la serenidad y la determinación de Ignacio Zaragoza. Una actuación la suya, si se permite la expresión, sorprendentemente eficaz, auxiliada por una buena dirección y por unos diálogos muy bien escritos, en los que lo patriótico no queda de más, ni de menos. Queda justo. Cualquiera de sus arengas, que fácilmente podrían convertirse en algo ridículo, terminan por encajar en la narración y, sobre todo, por ser coherentes con lo que se sabe del personaje y con lo que, muy posiblemente, reclamaba el momento. Salvo en la primera escena —en la que su mujer, al borde de la tumba, le pide que no permita que "nos arrebaten la patria"—, donde el discurso patriótico es un tanto increíble o hasta absurdo, en el resto resulta muy bien logrado, ya sea en labios del propio Zaragoza, de Negrete o de Porfirio Díaz, personaje que recibe un tratamiento inmejorable y que, por lo mismo, deja ver el tono que habrán de seguir las secuelas fílmicas que se tiene pensado realizar —el sitio de Puebla y el 2 de abril.
Si el punto de vista de que se dota al Ejército de Oriente es preciso, el que se sitúa en el bando enemigo no es menos cuidado. Desde William Miller que, a pesar de su inverosímil caracterización —como un húsar fuera de contexto—, recrea con tino al irritante conde de Lorencez, hasta Mario Zaragoza y su servil Juan N. Almonte, pasando por la breve pero sólida aparición de Daniel Martínez en su papel de Leonardo Márquez o las constantes intervenciones de los subalternos de Lorencez, el bando invasor recibe un tratamiento adecuado, sin caricaturizarlo ni convertirlo en el clásico adversario de opereta, temible pero ridículo, poderoso pero torpe. Este es un enemigo serio, confiado en sus recursos, arrogante, fatuo. Un enemigo que, al final, es víctima de sí mismo y de las oportunas decisiones de Zaragoza, no uno cuya derrota nadie sabe por qué se produce.
Para redondear el juego de perspectivas, aparecen los soldados comunes. Esos que, habitualmente, hacen el papel de guías para el neófito y que, en este caso, se encargan de poner el toque romántico a la historia y, al mismo tiempo, los detalles profundamente humanos. No son solo los encargados de protagonizar una historia lela en medio de la tragedia. Por el contrario, los soldados —y la soldadera que termina unida a ellos— muestran el lado descarnado de la guerra, los efectos que el conflicto tiene entre la gente de a pie, los aprietos en los que el honor, el deber y la patria —o sea, una terceta de conceptos poco entendibles en la práctica cotidiana— meten a las almas de los simples. Por si no fuera suficiente, basta con poner un poco de atención para captar el alud de datos que esos mismos soldados brindan y que permiten ampliar la comprensión del drama general que se desenvuelve alrededor de la invasión francesa. Fusiles viejos. Alimentos más que escasos. Miedo. Frío. Torturas. Vejaciones. El enloquecimiento de unos y de otros a la vuelta de la esquina. La huída como única salvación. La muerte.
He aquí, a grandes rasgos, de qué va El 5 de mayo. La batalla. Si usted no es historiador, vaya y mire la cinta con confianza —y con un Dramamine, si es de estómago sensible—. Pasará un buen rato, se informará y verá una película más que decente. Si es usted historiador, también, vaya a verla. Trate de verla sin pensar "ah: ese es Kuno Becker, un engendro de Televisa". Deje también de lado el hecho de que Emilio Azcárraga Jean aparece como uno de los primeros créditos y que su empresa se menciona como parte de las instituciones y las corporaciones que hicieron posible el rodaje. Solo véala. Júzguela en sí misma. Sepárese un poco de esos que, en fechas recientes —desde el inicio de la campaña presidencial del año pasado, para ser exactos—, han caído en el terreno de la crítica fácil al achacar todos los males del país a la televisora de San Ángel. Deje de lado —tanto como le sea posible— sus filias políticas —y también sus fobias, cómo de que no— y trate de encontrarle el fondo histórico a la película. Como historiador, analice el discurso, la trama, la idea del pasado que impregna la narración. Sáquele jugo a su profesión más allá de enredarse en análisis historiográficos estériles, en la autocomplacencia de sus propuestas en torno a la filosofía de la historia que no van a ningún lado —y que a nadie le importan; y que a nadie le sirven—, o en polémicas inútiles sobre las ventajas del materialismo sobre el historicismo, o viceversa. Vea la cinta y métase de lleno a analizar la forma en la que se divulga la historia. Los productos que se hacen hoy en día. La idea del pasado que se vende y que se compra. Más allá de Televisa o no Televisa, califique a la cinta. Y, por supuesto, despeje la mente y disfrútela.
Se llevará una grata sorpresa. Garantizado.