31 de diciembre de 2009

El año bicentenario.

En diez horas, minutos más, minutos menos, comenzará el tan anunciado 2010, año del bicentenario de la independencia y del centenario de la revolución; año en el que, para no perder la costumbre -si el presupuesto lo permite-, escucharemos discursos huecos, presenciaremos la aparición de libros sin sentido alguno, contemplaremos la construcción de monumentos de distinto estilo y valor estético y, por si fuera poco, nos hallaremos sometidos a campañas publicitarias intensivas en las que, de un modo u otro, se nos hará ver la importancia de ser mexicanos, democráticos, felices y, por supuesto, independientes.

Más allá de lo anterior, las preguntas que guían estas reflexiones son: ¿hacia dónde marchan los festejos del centenario y del bicentenario? ¿Qué anima a los gobernantes a realizar todo lo mencionado? Más importante aún, ¿cómo se entiende la historia desde el enfoque de las conmemoraciones centenaria y bicentenaria? Trataré de hacer un poco de claridad, desde mi perspectiva, sobre tales cuestiones.

Por principio de cuentas, vale anotar que las celebraciones que tendrán lugar el próximo año son, como quiera que se les vea, un par de sinsentidos, un par de conmemoraciones hueras que, por seguir con la costumbre, asocian el inicio de algo -si es que el mismo acotecimiento puede considerarse como un antecedente, directo y natural, de aquello que se constituirá en tanto significado del mismo o, dicho de otra manera, como "palabra clave" del proceso- con su resultado. Así, proclamar -tal y como hacen una televisora sin cerebro, una comisión del gobierno federal encabezada por un pseudo historiador, y decenas de comisiones estatales y municipales manejadas lo mismo por aficionados que por sanguijuelas políticas- que el próximo año se conmemorarán los "doscientos años de ser mexicanos" o que celebraremos "el cumpleaños doscientos de México", significaría que, por la sola obra del grito de Dolores, México habría aparecido como entidad geopolítica diferenciada, poseedora de un territorio y un gobierno propios -dicho en toda la amplitud del término-, cuando lo cierto es que, para todo efecto, el nombre mismo sólo servía para definir una intendencia de la Nueva España y, por consiguiente, a la ciudad que servía como capital de la misma y del virreinato en su conjunto. En cuanto al centenario de la revolución, parecería ser que los problemas son menores, dado que la derrota del PRI en el año 2000 ha conducido a que la celebración del 20 de noviembre se convierta en un asunto menor, visto que el partido en el gobierno no se asume como heredero de la lucha armada, ni intenta conectarse de forma directa con el acontecimiento.

El problema más grande a que la disciplina histórica se enfrentará el próximo año consistirá, justamente, en delindarse del cúmulo de despropósitos que autoridades, partidos políticos, comisiones varias, y sobre todo aficionados al manoseo del pasado, realizarán en medio de la efervescencia centenaria. El primer punto a atender es simple: ¿realmente el 16 de septiembre y el 20 de noviembre pueden verse como el inicio de aquello que concluyó en 1821 y en algún momento de la década de 1920? ¿O todo es parte de una simple dotación de sentido realizada, como es natural, a posteriori, mediante la cual se asumió que Iturbide era el consumador de la obra iniciada por Hidalgo, y que los gobiernos del maximato constituían el cierre del movimiento maderista? Si se mira con ojo crítico, resulta claro que todo es parte de procesos distintos: la consumación iturbidista -a la que hábilmente fue sumado un muy ingenuo Vicente Guerrero- se originó desde un proyecto distinto al acariciado por los conspiradores de Querétaro, mientras que los gobiernos posrevolucionarios tenían, por definición, ideas del poder, el bien común y la conformación del Estado, diferentes a las perseguidas por Madero en el Plan de San Luis. Por tanto, lo lógico es preguntar ¿qué celebraremos, si lo ocurrido en 1810 y en 1910 no tuvo el efecto discursivo que se le ha asignado? Es decir, ¿cómo asumir que se debe a Hidalgo -en una aberrante personalización de la historia- la independencia, o a Madero -nueva personalización- la modernidad nacional?

Un elemento que se pasa por alto en la euforia festiva es el hecho, tan simple como evidente, que aquello que se festejará -independencia, revolución- no pasó como tal el día en que se conmemorarán el bicentenario ni el centenario. Así, el 16 de septiembre de 1810, Miguel Hidalgo exclamó algo -que no se sabe bien a bien- en el atrio de la parroquia de Dolores, juntó a unos pocos seguidores, apresó a las autoridades del minúsculo poblado, liberó a los presos que se encontraban en la cárcel local... y nada más. O sea, de independencia, nada porque, para comenzar, la misma no se hallaba entre sus planes -por mucho que le quieran buscar algunos sesudos especialistas en la materia-, mismos que se centraban en la obtención de una mayor autonomía política y económica para el virreinato pero sin romper los vínculos con la metrópoli. En cuanto a la revolución, sabido es que Madero pidió a los ciudadanos inconformes con la dictadura porfirista que el 20 de noviembre de 1910, a las 6 de la tarde, tomaran las armas y se sumaran a su movimiento, y que quienes se hallaran en localidades alejadas de las principales poblaciones debían ponerse en marcha desde la víspera. Lógicamente, ante la información recibida, las autoridades estaban atentas a cualquier síntoma de rebelión y, como era de esperarse, el día 20 no sucedió nada.

Visto lo anterior, me permito reiterar mis preguntas: ¿qué se celebrará el próximo año en cada una de las magnas fechas recién mencionadas? ¿Es realmente "el cumpleaños de México" el 16 de septiembre? ¿El país sufrió una revolución -política, económica, social, cultural- el 20 de noviembre? La respuesta es simple: no, nada. ¿Para qué sirve, entonces, festejar? Bien... este... pues, obviamente, para lo que sirven los festejos patrios: para tomar un fragmento del pasado, eliminarlo de su contexto, y crear una continuidad ininterrumpida con el presente, trazando un muy equivocado proceso de larga duración -como lo son casi todas las largas duraciones, ficticias y plenas de rupturas que son dejadas de lado, Foucault dixit- que dote de identidad a México, como si éste pudiera entenderse desde una sola perspectiva homogeneizadora, como si todo el "ser del mexicano" -vaya despropósito, por mucho que Octavio Paz haya abundado sobre la materia- se explicara a partir de un par de momentos considerados fundacionales.

Sea como sea, los festejos del próximo año servirán para que, por un lado, existan quienes se dediquen a ensalzar, sin ton ni son, la labor de los prohombres que nos dieron patria, libertad, democracia y modernidad, mientras que no faltarán los anacrónicos o los descontextualizadores -muchos de ellos, oh desgracia, integrantes del propio gremio de historiadores- que cuestionarán qué clase de patria, libertad, modernidad y democracia tenemos el día de hoy, e incluso no faltará el loco que, por todos los medios a su alcance, pretenderá erigirse como el nuevo Hidalgo, el nuevo Madero o, inclusive -aunque nada tenga que ver con lo celebrado-, el nuevo Juárez. En la posmodernidad instantánea que permite eliminar los años transcurridos entre el "inicio" de cada proceso y su conclusión -poco evidente en el caso de la revolución o, cuando menos, carente de definición cabal-, lo primero equivale a lo segundo -como si comprar harina equivaliera a tener el pastel listo para ser deglutido-, los personajes trasponen sus horizontes históricos específicos, las categorías enunciativas se vuelven polvo ante el manoseo desmedido, y los teóricos del caos -por completo ignorantes a los mínimos planteamientos históricos serios- anuncian el inminente comienzo de otro movimiento, dado que la historia "se repite". Vaya patochada.

Feliz 2010 a todos los lectores de este textito. Esperemos que, más allá de la ola de estulticia que se dejará venir, sea un mejor año para todos y que, para quienes nos dedicamos a la divulgación de la historia -bien hecha, no cercana a Villalpando, Crespo, Rosas, Martín Moreno y simuladores de parecido cariz-, al menos se nos deje, para opinar, una pequeña parcela en el terreno donde todo mundo hablará de las fiestas, aun sin saber bien a bien de qué va la cosa.

26 de octubre de 2009

De hitos, mitos y otros desatinos.

El jueves 22 de octubre de 2009, en sesión solemne, el Senado de la República entregó la medalla Belisario Domínguez, en calidad post - mortem, a Antonio Ortiz Mena, secretario de Hacienda entre 1958 y 1970, artífice del periodo de la historia nacional conocido como "desarrollo estabilizador", y posteriormente director general del Banco Interamericano de Desarrollo. La medalla, según la comisión encargada de otorgarla, le fue conferida a Ortiz Mena en reconocimiento a su excepcional labor al frente de las finanzas nacionales.

El discurso central pronunciado durante la ceremonia corrió a cargo de Manlio Fabio Beltrones quien, desde hace tres años, no pierde oportunidad para copar los titulares de los noticieros televisivos, radiofónicos, e incluso de la prensa escrita, así sea enunciando disparates, profiriendo insultos a diestra y siniestra, cuestionando cuanta acción hace o deja de hacer el Ejecutivo Federal, y dando a conocer sus brillantes ideas sobre el rumbo que, a cada instante, debería seguir la política nacional. El objetivo de todo ello, ya se sabe, reside en posicionar al susodicho como un candidato viable del PRI a la presidencia de la república, misión que, a estas alturas, se antoja un tanto imposible dado el arrastre poseído por Copetes Peña Nieto. No obstante, Beltrones se muestra creyente fervoroso del dicho que reza "quien porfía mata venado" y, como su intelecto le da a entender, pretende asomar la nariz -que no el copete, porque escaso le es- en las encuestas enfiladas a la sucesión presidencial de 2012.

¿Qué dijo en esta ocasión el buen Manlio Fabio? La exaltada perorata pronunciada hace escasos días brinda la oportunidad, estimados lectores, de echar un ojo a las formas en las que la historia se deconstruye y, a partir de un presente leído de forma ramplona, vuelve a construirse para crear un par de opuestos magistral donde lo ido es, ni más ni menos, la edad de oro a que todos los pueblos aspiran, mientras que el presente es una era mitad de barro, mitad de hierro -cual si del sueño de Nabucodonosor se tratara- que augura el fin de los tiempos, en tanto que el lapso transcurrido entre el pasado deslumbrante de las glorias nacionales y el presente aciago de los despropósitos constantes simplemente no existe o, cuando menos, se atenúa lo suficiente como para eliminar de la vista el lento declive de las instituciones nacionales; declive que, no sobra decirlo, debe gestarse al calor de la propia edad de oro porque, de otro modo, se presupondría la generación espontánea de las políticas públicas, o la aparición ex novo de las ideas que rigen los destinos nacionales.

Beltrones abrió su discurso en los siguientes términos: "Hubo una vez un tiempo en el que México pudo crecer con justicia social y visión de futuro. Hubo una vez que nuestro país creció por doce años a tasas sostenidas del 6.5% con el nivel de inflación más bajo de Latinoamérica y un incremento al salario real del 6.4%". Como puede observarse, la idea apuntada en el anterior párrafo es por completo certera; de hecho, las frases iniciales del senador por Sonora no difieren, en gran medida, con respecto al modo en que comienzan los cuentos de hadas, mediante el muy sabido "había una vez..."

¿Qué caracterizó a esa etapa dorada de la vida nacional? En principio, "la intervención responsable del Estado en los sectores estratégicos", "una política industrial apoyada en la sustitución de importaciones y la demanda del mercado interno, un modelo en el que hubo la prudencia de separar las decisiones de política hacendaria de las veleidades del poder presidencial". Al mismo tiempo, para subrayar las virtudes del galardonado, Beltrones no olvidó apuntar que Ortiz Mena "con congruencia y honestidad intelectual concibió la política económica como un instrumento para el desarrollo y para invertir en la sociedad".

Hasta este momento, con todo y los senatoriales desbarres que recién han sido transcritos -de los que me ocuparé líneas más adelante-, todo apuntaría a la realización de un panegírico a la memoria de Antonio Ortiz Mena dado que, de otro modo, no se justificaría la entrega de la presea o, en el mejor de los casos, cualquiera de los sujetos siempre ávidos de obtener el reconocimiento público podría levantar la mano y solicitarla para sí, al no encontrar los méritos suficientes en el currículum del galardonado. Sin embargo, el discurso cobra sentido al leer, líneas más adelante, el monumental jalón de orejas que, desde su consabido oportunismo, endilga Manlio Fabio al gobierno federal en turno y, de pasada, a sus predecesores. Beltrones, sin pudor alguno, recrimina a los gobiernos posteriores al régimen de Díaz Ordaz -el último en el que Ortiz Mena fungió como secretario de Hacienda- haber "demolido la obra" del prohombre con sus políticas paternalistas e intervencionistas, mediante prácticas populistas tendientes al otorgamiento de subsidios a más y mejor, o a través de una dinámica perversa en la que "los salarios siempre pierden su capacidad adquisitiva y los precios suben en forma permanente, porque creamos millones de pobres que no pueden vivir, y hay que mantenerlos para que sigan siendo miserables".

Al tenor de las últimas frases es que aparecen las ya indicadas incorrecciones en el discurso del sonorense. Para comenzar, vale decir que el desarrollo estabilizador no fue sino una de las enemil ficciones económicas por las que ha transitado la hacienda pública mexicana, similar al milagro mexicano de Ávila Camacho y Alemán, y a la pretendida entrada al Primer Mundo preconizada durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari. Así, aun cuando es cierto que la tónica impulsada por Ortiz Mena sí tendió a la sustitución de importaciones, también debe decirse que ésta se financió con deuda pública y con onerosos empréstitos contratados en el exterior, de modo que el derrumbe del modelo era perceptible en el horizonte desde fechas tan tempranas como 1965. En consecuencia, la crisis desatada al finalizar el sexenio de Echeverría, si bien se debió a sus múltiples torpezas, también se relacionó con el agotamiento del sacrosanto modelo creado por Ortiz M.

Resulta indudable que, en el periodo de referencia (1958 - 1970), los salarios de la población no perdieron poder adquisitivo, e incluso repuntaron debido a la contención de las presiones inflacionarias. Empero, México distaba en gran medida de ser el jauja que pinta Beltrones debido a que, por una parte, las libertades civiles se encontraban profundamente acotadas bajo la férrea mano del presidencialismo intransigente ejercido por el PRI... sí, justamente ese PRI que ahora se vende como una "nueva opción para el futuro", o ese PRI que se enmascara bajo las siglas del PT, de Convergencia, o incluso del PRD, y que busca mostrarse como alternativa cercana a la gente, a los pobres, a los desposeídos, y que en la marcha, el mitin y el plantón ha encontrado su modus operandi. Ese PRI, señores míos, y no otro, es el que Beltrones alaba como gestor del bienestar social.

Además de lo mencionado, el modelo propuesto por Ortiz Mena contribuyó a la polarización de los distintos grupos que conforman a la sociedad, al hacer más ricos a los ricos, dejar a los pobres en los niveles mínimos de subsistencia, y fomentar el crecimiento inequitativo de las regiones que componen al país, lo que se tradujo en la magnificación de los fenómenos migratorios, tanto del campo a las ciudades, como de ambos a los Estados Unidos. En consecuencia, el hecho de que haya existido estabilidad no determina, de ninguna forma, que el país haya sido un auténtico Edén, un paraíso al que todos anhelamos retornar de la mano del PRI.

Ahora bien: concebir a la política económica "como instrumento para el desarrollo y para invertir en la sociedad" tampoco implicó ejercer el gasto de maneras siempre sensatas. Así, la inversión en carreteras se vio mediada por la necesidad de pavimentarlas con asfalto, dado que Pemex debía dar salida a tal producto, hecho que retrasó la construcción de autopistas con concreto hidráulico al menos cuarenta años; la creación de una infraestructura básica de servicios se vio también condicionada a la corporativización de la sociedad y a la sumisión de los pobres a los dictados del partido en el gobierno; los procesos de urbanización corrieron al amparo de la especulación y no de la sabia planeación que, dicho sea de paso, ahora propugnan quienes, en su momento, amasaron cuantiosas fortunas al amparo de regímenes corruptos e ineficientes; por último, como ya se comentó, la intervención del Estado en la economía tornó a la industria nacional dependiente de los dineros públicos, hizo a los balances de los organismos paraestatales nadar en tinta roja cada año, incrementó desmesuradamente la deuda externa nacional, y contribuyó a la creación de una industria incompetente, amparada en un cierre de las fronteras que le brindaba el monopolio de los mercados nacionales donde, si la memoria no falla, debía consumirse lo hecho en el país que era, sucintamente, caro, malo, y tecnológicamente obsoleto.

Tal fue el legado del desarrollo estabilizador: un país subdesarrollado, anclado firmemente en el corporativismo y las clientelas, inviable económicamente, con una industria ineficiente, sujeto a los subsidios y a la estatización de las empresas en crisis, dependiente de los créditos extranjeros y, como siempre, sin una visión de futuro. De otro modo, Ortiz Mena hubiera previsto que, en algún momento, el monto de la deuda sería impagable, la burocracia crecería hasta representar una carga por demás onerosa para las finanzas públicas, y el gigantismo del Estado le distraería de sus labores fundamentales: administrar, crear los marcos necesarios para el desarrollo de los sujetos, y brindar a éstos la seguridad necesaria para el desempeño de sus actividades. Bonito adalid del México moderno, sin duda alguna, en el que los gobiernos -desde el presidido por Venustiano Carranza hasta el actual, incluidos aquéllos en los que laboró el galardonado Ortiz Mena- hacen de la dádiva al pobre el instrumento para paliar las necesidades sociales, en tanto que los más perversos -léase los de claro tinte populista- consienten en mantener pobre al pobre porque, de otro modo, el discurso cifrado en el bienestar social perdería sustento, y el partido político que base en él sus campañas dejaría de recibir cuantiosos votos.

Como cierre, un apunte: si bien es cierto que la historia se encuentra sujeta a las interpretaciones que realicen los interesados en su estudio, mismas que pueden variar considerablemente entre uno y otro investigador -piénsese, por ejemplo, en el sentido que cobra la revolución mexicana dependiendo de las filias y las fobias particulares de sus habituales manoseadores-, tampoco puede manipularse a placer para pintar panoramas sesgados, donde el pasado tenga cara de futuro y donde, en consecuencia, las figuras mesiánicas hagan su aparición para conducir a los elegidos a nuevas tierras de promisión. En este sentido, Manlio Fabio Beltrones tuerce el devenir de los acontecimientos, enuncia sólo lo que acomoda a su causa, y atiza un palo de magnitud considerable a sus contrincantes políticos: al gobierno actual, por encontrarse entre quienes dilapidaron los beneficios del desarrollo estabilizador -junto con los gobiernos del PRI habidos entre 1970 y 2000-; a la gente del PRD, por comulgar con el populismo sin freno, el clientelismo y los programas asistencialistas. ¿Quién asoma en el horizonte como salvador de la patria? Ni más ni menos que él mismo, no por sus dotes como orador -a las que debe rendirse un merecido reconocimiento, toda vez que logró cosechar aplausos y aprobaciones de la clase política en su conjunto, independientemente del partido en que milite cada personaje-, sino por tener la clarividencia suficiente para ver que, en el rescate de ese pasado glorioso, se encuentra la clave para marchar hacia un futuro impoluto, prístino, donde México volverá a ser lo que fue en alguna ocasión bajo la sabia dirección financiera del insigne Antonio Ortiz Mena.

Me pregunto si Los hijos de Sánchez -previo a la gestión de Ortiz M., pero inserto de modo innegable en el contexto general- le dirá algo a Beltrones sobre ese pasado glorioso, o si las imágenes existentes en el cine de temática sórdida, filmado durante la década de 1960, podría poner en su cabeza un poco de realismo. A menos, claro, que todo ello sean inventos, que los pobres hayan aparecido en México hasta el sexenio de Echeverría -y quienes le han seguido-, que la corrupción y los grandes negocios gestados durante el desarrollo estabilizador no hayan sido sino meras "tomas de oportunidades", que el crecimiento desmedido del Estado sea un mal necesario, y que la migración sea un fenómeno propio del foxismo. Sólo me lo pregunto.

26 de julio de 2009

José Antonio Crespo. Contra la historia oficial.

Para inaugurar este blog, me permitiré transcribir una entrada incluida en ese blog mío que de todo habla, y que permitirá al respetable darse una idea del tono general que revestirá a las críticas que en este espacio se incluyan.

Ha aparecido en librerías la más reciente obra de José Antonio Crespo (ajá, ése, el que realizó un estudio sesgado de las actas del proceso electoral del 2006 y, con base en él, se arrogó la posibilidad de decir "el resultado es incierto"), titulado Contra la historia oficial. Dicho en tres palabras, el librito de referencia aborda una tarea común al aficionado a escribir (o a manosear) temas de historia, consistente en desmitificar a los personajes del pasado y mostrarlos como en realidad fueron. Según sus propias palabras, Crespo decidió poner manos a la obra tras darse cuenta de que la historia que se cuenta en las escuelas es historia oficial y, por tanto, se desenvuelve en un ambiente de héroes y villanos, al tiempo que formula explicaciones que justifican a un régimen determinado y, en suma, termina por engañar al que la lee.

Como es fácilmente perceptible, los argumentos recién expuestos se encuentran en consonancia con los vertidos por otros insignes divulgadores de la historia, de la talla de José Manuel Villalpando, Alejandro Rosas, Lorenzo Meyer, Héctor Aguilar Camín, Carlos Monsiváis y Rius, miembros del ambiguo gang de los escritores que, con base en la posesión de semejante título, se dedican a manosear el tema que les viene en gana y, con razón o sin ella -como ocurre en la mayoría de las ocasiones-, pontifican sobre lo que medianamente conocen, presentan sus opiniones como si fueran la verdad, y terminan por construir un discurso digerible, legible, pero sumido en la estulticia en virtud de la arrogancia del autor, de su inaudita soberbia que, también por motivos ignotos, le permite cuestionar todo -con mayúsculas, por favor- lo hecho, eliminarlo de un plumazo, y crear un nuevo paradigma explicativo.

Ahora bien, que los Rius, los Villalpandos, los Rosas, y los etcéteras mencionados lo hagan... bien, es reprobable pero comprensible, dado que el desconocimiento de la disciplina los entitula, de algún modo, para destrozarla. Sin embargo, el caso de Crespo es en extremo penoso, porque al tipo lo sustenta un grado de doctor en historia por la Universidad Iberoamericana que, al calor de las sandeces escuchadas, queda muy mal parada en cuanto a su nivel académico. Habrá que ir por partes para que lo dicho por Crespo quede de manifiesto en toda su magnitud, y sea perceptible el cretinismo que, de un tiempo a la fecha, lo reviste.

Para comenzar, el libro parte de una premisa falsa: la historia que se da en la escuela -así, a secas, sin mayor definición- es historia oficial al servicio del régimen. Si yo fuera Juan de la Calle, probablemente me comería completo el cuento y entonaría loas al Dr. Crespo por su valiente rescate de la verdadera historia. Sin embargo, como me gano la vida como historiador, confío en que mi preparación no ha sido mala y, lo mejor de todo, me dedico también a escribir esos libros que se leen en la escuela, me es posible refutar de medio a medio la estupidez aquí transcrita y, al mismo tiempo, sentirme profundamente ofendido. Hasta donde sé, yo no estoy al servicio de ningún régimen, ni transcribo historias oficiales, ni vendo procesos maniqueos, de buenos buenos y malos malos. En absoluto. La instancia normadora de la educación, la SEP, es muy clara al momento de indicar los contenidos forzosos de los libros de texto, pero se abstiene de modificar las posiciones sostenidas por los autores, quienes no son simples plumas a sueldo sino, salvo contadas excepciones, colegas historiadores con una preparación sólida, una idea definida de la historia, y una convicción certera del objetivo que tiene el acto de escribir un libro de texto. Por si fuera poco, a la luz de las evidencias incluso me es posible decir que hay un grupo cuantioso de dictaminadores -sujetos desconocidos que califican el trabajo de los demás- perredistas incrustados en la propia secretaría, quienes se encargan de exigir la inclusión de temas extraños al contexto con el afán de presentar "libros con contenido social", lo cual no es para nada compatible con la idea genérica que se tiene en lo relativo a las historias de bronce. Ante esto, me pregunto ¿dónde queda la historia oficial de la que habla José A. Crespo, contra la que despotrica, y que sirve de asiento al amasijo de hojas que llama "libro"?

El segundo elemento a discutir es, si se puede, peor que el anterior. Según he comentado, Crespo retoma la bandera de los divulgadores lerdos y pretende "desmitificar a los personajes de la historia y mostrarlos como en realidad fueron." Buen intento, pero tiene dos problemas graves: el primero reside en que, al basar el estudio de la historia en los personajes, se cae en lo que se pretende combatir, esto es, en la mitificación, al dar por sentado que es el sujeto individual el responsable del proceso entero. La segunda complicación compete a la teoría de la historia -en la que Crespo no debe ser neófito, a menos que su doctorado sea chafa-, y reside en ese ente intangible que es la realidad: ¿cómo presentar algo, lo que sea, como realmente es, o fue? ¿Se concibe al documento, al testimonio, como depositario inerte del pasado, lo que le faculta para reflejar al hecho en sí, sin intervenciones subjetivas de por medio? Imposible, ¿no es cierto? Entonces, ¿para qué salir con esta clase de tonterías? ¿No era ya suficiente con el mamotreto infumable de Rosas, titulado Mitos de la historia de México, o las benditas Batallas por la historia, de Villalpando, entre un cúmulo de porquerías semejantes? ¿Para qué abonar el camino de la historia malhecha?

En resumen: José Antonio Crespo, ¿habla desde la ignorancia? Pudiera ser. ¿Modifica las cosas para que sus explicaciones sean acertadas? Parece plausible. ¿Sesga la información para realizar un trabajo que le reporte buenos puntos en el Conacyt, prestigio y presencia editorial? Ni duda cabe, y ahí tenemos también su texto sobre el 2006 para corroborarlo. Si el tipo se considera un divulgador de lo que sea (de la política, de la historia, o del zurcido), allá él: el problema es que pretenda convencernos a todos de ello, y nos venda sus medias verdades para probar su magnificencia. ¿Ignorante, falto de ética, o simplemente cretino?

José Antonio Crespo, Contra la historia oficial. México, Editorial Debate, 2009.

Presentación.

Escribir es, un poco, una manía para mí. En los raros momentos en que no debo escribir algo que posea carácter obligatorio -como puede ser un libro, una ponencia o un artículo-, me las ingenio para escribir lo que me viene a la mente, planear cosas nuevas por escribir o, simplemente, reflexionar sobre lo ya escrito. Al momento, como saben quienes me conocen, escribo en dos blogs -uno con pretensiones literarias y otro con apuntes sobre temas varios-, mientras que un tercero funciona como tablón de anuncios para lo escrito en el primero sobre temas concretos, en un ejercicio que no termina de cuajar pero que, entre una amiga y yo, esperamos sacar adelante.

Hace un par de días leía en el blog de mi colega Felipe Castro Gutiérrez -quien es, además, compañero mío de trabajo, y a quien le heredo mi salón de clases los lunes al mediodía- una especie de "queja", en el sentido de que los blogs escritos por numerosos historiadores difícilmente pueden encasillarse en el rubro de "blogs de historia", por la sencilla razón de que muchos tendemos, o al desvarío, o a insertar en ellos cuanto nos viene a la cabeza, razón que ha inhibido efectuar una clasificación, siquiera aproximada, de los materiales de contenido histórico existentes en la red. Para responder, aunque sea indirectamente, a su comentario, he decidido iniciar el blog que, mediante estas líneas, presento, en el entendido de que cuento con varias entradas a propósito en el segundo espacio de escritura mencionado líneas atrás, mismas que pueden trasladarse a este sitio sin ningún problema, y que serán convenientemente coplementadas con aquéllas que, en un futuro, decida escribir.

Este blog, titulado "De la historia mal contada y otras calamidades" se dedicará, justamente, a eso: a poner en evidencia los materiales históricos que, en mi opinión, tengan defectos notables en su concepción o en su argumentación, en la teoría que los sustenta o en los fines que se proponen. Será, por decirlo de algún modo, un blog de crítica historiográfica pero no en el sentido en que mi maestro y amigo Javier Rico entiende al tema, es decir, no abundará en detalles teóricos ni en premisas académicas profundas -si bien ambas no podrán estar ausentes-centrados en descifrar niveles de escritura, campos de lectura, o cuestiones que, en mayor medida, competen sólo a los profesionales de la materia. Por el contrario, será éste un blog enfocado a la divulgación del conocimiento, a brindar al eventual lector una serie de pistas breves para orientarse en la lectura de aquéllos materiales que, por alguna razón u otra, parezcan inconvenientes, mal planteados, o carezcan de lo básico para arrogarse el título de "libro de historia". El objetivo del blog reside en colocar las críticas pertinentes -de distinto talante, no exentas de cierta mordacidad- a los libros que, desde mi muy personal punto de vista, vayan del ligero desatino al completo despropósito, desde aquéllos que fallan en cuestiones elementales hasta los que constituyen un crimen contra la naturaleza, dado que hubiera sido preferible ahorrar los innumerables árboles que se invirtieron en imprimir obras impresentables.

Con esto en mente, inicio este blog. Espero que quienes, con el tiempo, accedan a él, encuentren sus contenidos interesantes, amenos, dignos de entablar polémicas, o al menos pasables. El espacio, como siempre, estará abierto a la recepción de cualquier tipo de comentario, y con el paso de las entradas se determinará si cumple cn algún tipo de función, o si carece totalmente de sentido su escritura.