13 de septiembre de 2010

La crítica, la opinión, el disparate.

En su edición de este domingo 12 de septiembre de 2010, el diario La Jornada publica una entrevista con Carlos A. Aguirre Rojas, quien ha cobrado cierta fama por sacar al mercado una cantidad inusitada de libros a través de su editorial Contrahistorias. En la entrevista, Aguirre Rojas —como es su costumbre— critica la forma en que, según él, se enseña historia en la Universidad Nacional. En sus propias palabras, en la Facultad de Filosofía y Letras se enseña "una historia positivista, puramente descriptiva, basada sobre todo en fuentes escritas, en documentos, lo cual supuestamente da veracidad a los discursos históricos". Frente a esta forma inadecuada de hacer la historia, Aguirre propone su ya clásico recetario contrahistórico —que, como todo lo que se denomina contra, mezcla verdades muy sobadas, incongruencias, cuentos y grandes tomaduras de pelo—, que básicamente se reduce a tres puntos. Cito a la letra:

1. Tomar en cuenta la profunda y vigente diversidad de "esa entelequia ficticia" —comillas en el original— que se pretende llamar México, que presuntamente se mueve bajo un solo compás en términos sociales, políticos y culturales.

2. Tomar en cuenta la relevancia de los procesos económicos, sociales que efectivamente explican este proceso fundamental y la ruptura que se da entre los grupos dominantes.

3. Tomar en cuenta cómo efectivamente el pasado se vincula con el presente y con el futuro, cómo releemos constantemente el pasado desde diferentes presentes y ver cómo los distintos presentes se redefinen desde los diferentes pasados que recupera[n].

Hasta aquí la cita. Ahora —y pueden asegurarlo, me estoy relamiendo ante la posibilidad que se me ha presentado—, el palo historiográfico.

Lo primero que me viene a la cabeza cada que escucho el nombre de Carlos A. Aguirre Rojas no es otra cosa sino su profunda incongruencia elemental: el tipo no es historiador pero vive hablando de la historia y, además, ocupa grandes porciones de su tiempo a hablar mal de la historia que se hace en la UNAM, e incluso de la universidad en sí, al grado de catalogarla —como dijo hace unos años en un congreso estudiantil— como "la peor universidad del mundo". Bien está. Cualquiera puede tener una opinión, ¿no es así? Sin embargo, si la UNAM le parece "la peor del mundo", ¿por qué sigue trabajando en ella? ¿Por qué cobra un sueldo en el Instituto de Investigaciones Sociales —no en Históricas, vale decirlo— y no se va a lo que él llama "los espacios liberados donde se hace buena historia" como son, en su opinión —muy discutible—, la UAM y la ENAH? Como también lo he encontrado adscrito a la Dirección de Estudios Históricos del INAH, puede ser que haya logrado su objetivo, e incluso es posible —no me consta, lo apunto así nada más— que cobre dos plazas de tiempo completo al mismo tiempo. Quede esto sólo como punto de arranque para pintar, de una pincelada, al sujeto en cuestión. Ahora, vayamos al terreno de la historia.

Carlos Aguirre, como muchos otros que hablan desde la petulancia o, peor aún, desde la superficialidad —rayana con la ignorancia—, cree que existe algo que podría llamarse historia positivista. El positivismo, según lo enunció Comte, busca integrar al campo de las ciencias sociales los postulados de las ciencias exactas; por ende, toda disciplina social que aspire a ser considerada como ciencia debe partir del mismo método que emplean éstas: formula hipótesis, experimenta y, lo más importante, enuncia leyes de cumplimiento universal. Ante esto, yo siempre me pregunto si existe alguna historia ingenua que pretenda formular leyes, y la respuesta invariable es "no, no la hay". Salvo en el manual de Langlois y Seignobos, tal historia positivista no existe. Y menos aún existe si, como hace Aguirre, se le adjudica a Leopold von Ranke —que puede ser catalogado como cientificista, empirista o idealista, pero jamás como positivista— la paternidad de la misma, al traer a cuento —mal, como siempre— la cita que es referencia obligada cada que se habla del padre de la historia moderna: "la historia debe decir lo que sucedió". Hay una palabra en medio de la cita que deviene el meollo de todo el problema: al parecer, Ranke dijo "lo que realmente sucedió"; sin embargo, como bien me señalaban hace unos días, todo parece derivar de una mala traducción, y lo que dijo el constructor de la historia oficial germana fue "lo que esencialmente ocurrió".

Para fines de análisis discursivo, el cambio en el término resulta crucial. Sin embargo, como pudiera acusárseme de caer en aquello que tanto critico —esto es, de montar apologías al decir que alguien dijo lo que en realidad no dijo—, dejaré la expresión como comúnmente se emplea y como Aguirre Rojas la integra a su alegato. La pregunta que surge de inmediato, y que formuló Arthur Danto hace casi sesenta años, es "¿y no los historiadores debemos, así sea a nivel de intento, preocuparnos por buscar lo que realmente aconteció?" ¿Cómo podríamos proceder de otro modo? Si nos dedicáramos a buscar lo que no pasó, la disciplina carecería de sentido. Es más, si no contáramos en nuestras obras lo que creemos que pasó, entonces haríamos literatura. Una cosa es creer que existe una verdad por ahí, en algún lado, presta a ser encontrada por el afanoso investigador —lo que resulta una quimera—, y otra muy distinta que asumamos la posibilidad de plantear aproximaciones a esa verdad. Aproximaciones que, cierto es, tendrán una validez epistemológica limitada, en tanto alguien más no encuentre los elementos necesarios para plantear su propia versión de los hechos, pero que podrá ser considerada como válida dado que el canon de lectura asumido por quien se acerca a un libro de historia se basa en conceder al texto la posesión de una cierta verdad. De otra manera, en lugar de leer historiografía se leería literatura, en vez de remitirme a José C. Valadés para conocer lo que aconteció en la Revolución Mexicana, me inclinaría por Ignacio Solares.

Entonces, a manera de resumen, buscar una cierta realidad histórica no lo convierte a uno en un execrable positivista. Tampoco lo es el hecho de describir lo que sucedió en un momento dado, debido a que tal explicación integra elementos profundos de teoría y crítica historiográfica que, por lo visto, Aguirre desconoce. Así, en la escritura de un texto historiográfico tienen lugar una serie de operaciones complejas, por las cuales el pasado como hecho termina siendo asumido en tanto pasado como escritura, sin importar que el que escribe se limite a describir porque, para ello, ha debido sistematizar los discursos contenidos en sus fuentes, estratificarlas, validarlas y organizarlas en un relato lineal que, ni por asomo, es el pasado como hecho. ¿Es eso positivista? Por supuesto que no. A lo sumo, si el sujeto se limita a "dejar que el documento hable", podría considerarse historia empirista, historia de datos, historia documentalista o historia papelera, pero jamás positivista.

Como a Aguirre no le gusta la historia que se imparte en la UNAM —de lo que me ocuparé un poco más adelante, pero que de momento le sirve para reducir todo lo que hacemos a historia positivista—, propone su recetario. ¿Qué de nuevo tiene el dichoso recetario? A ciencia cierta, nada. Su primer punto —considerar la multiplicidad de Méxicos que existen en un momento dado— es una premisa básica de la historia regional, e incluso de la microhistoria —que, aunque no me parece adecuada, tiene este punto a su favor— propuesta por Luis González. Asimismo, los planteamientos historiográficos posmodernos anulan esa realidad de la que habla Aguirre y consideran la existencia de un sinnúmero de realidades simultáneas. Como lo mencionado es algo que se sabe y se practica en mi casa de trabajo, ignoro qué es lo que mueve al enunciante a decir que su método es el no va más de lo novedoso, y que se opone de medio a medio a lo que se enseña en el antro positivista.

El segundo punto es, sin lugar a dudas, totalmente contradictorio con lo que, en principio, parece exponer el beligerante Aguirre: ¿cómo hacer para considerar los procesos sociales y económicos —o sea, en la más rancia tradición empirista— que efectivamente explican ese proceso fundamental? ¿Qué entiende por lo que efectivamente explica un proceso fundamental? Si todo apuntaba, en su primer elemento clave, al equivocismo, ahora resulta que no, que hay que buscar un proceso y explicarlo con lo que resulta efectivo. Es decir, hay que aplicar la violencia interpretativa porque, como no escapa a la vista, ese proceso uno del que habla Aguirre Rojas dependerá siempre del enunciante, de quien considere como uno al proceso uno, y que puede no ser el mismo que ha pensado el sesudo entrevistado. Además, las explicaciones efectivas son, hasta cierto punto, tan relativas como se desee verlas, dado que lo que para mí será efectivo para él podría no serlo, y viceversa. Lo peor son las connotaciones de su premisa: ¿por qué demonios debo sólo considerar los procesos políticos y económicos? ¿Sólo porque la visión original sostenida por la revista Annales —de la que Aguirre es fanático a más no poder— se decantaba por ellos? ¿Y qué pasa con los fenómenos culturales, de los que la política y la economía no son sino una manifestación? ¿Y las múltiples subdivisiones de la cultura? ¿No son dignas de brindar explicaciones efectivas para elucidar el proceso fundamental a que se refiere Aguirre Rojas? A propósito, ¿cuál es ese proceso fundamental de que habla, y que mienta en singular? Como no lo dice, se ignora completamente y, además, se convierte en chunga porque, hasta donde mis pobres capacidades me permiten ver, es un tanto difícil —siendo benévolo— encontrar un proceso que sea fundamental. Acaso habrá cien o mil que lo sean, y dependerán de para quién son fundamentales. Pero un proceso singular, revestido de esa aura fundamental, suena a absurdo mayúsculo.

Si el segundo punto es problemático, el tercero es un despropósito. Cierto que el historiador debe enlazar al pasado con el presente... pero no con el futuro. La historia se construye —pésele a quien le pese; al propio Aguirre, por ejemplo— con datos, mismos que son interpretados y empaquetados en explicaciones de distinto talante. Pero, como bien dice Danto, si al poseer los datos somos, en ocasiones, incapaces de vislumbrar el modo en que se construyó el pasado, ¿qué podremos hacer con respecto al futuro? Nada, absolutamente nada, salvo enunciar situaciones viables que pueden o no cumplirse. Es decir, de practicar una disciplina seria, el historiador que se mete a futurista se convierte en peor émulo de Walter Mercado o, al menos, en opinante incomprometido. El futuro es propiedad de los especialistas en prospectiva o de quienes manejan complicadas teorías de escenarios, no de los historiadores. En esa búsqueda del futuro es donde Carlos Aguirre pierde el piso, olvida la historia y retoma lo que efectivamente estudió: sociología, que sí construye leyes y que sí puede afanarse —cada vez menos— en la dilucidación de la cara que tendrá el futuro. Además, el opinante pasa por alto un hecho trascendental en la construcción historiográfica: el pasado no construye al presente así como así, en tanto línea continua que se deposita en el día de hoy, sino que involucra una amplia gama de rupturas significativas, mismas que deben ser consideradas para no decir disparates. Que se adhiera a la teoría del pasado continuo uno de sus vilipendiados empiristas, pasa; que lo asuma como tal alguien como él que, a un mismo tiempo, pretende ser heredero de Bloch y Marx, es cuestionable, pero podría pasar. Que lo diga alguien —también él— que se ostenta como gran conocedor de Foucault, es ridículo.

¿Cuál es el problema determinante en Carlos A. Aguirre Rojas? Primero, el modo en que tuerce a la realidad y la acomoda a sus decires. La Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional no es una madriguera de positivistas, como él quiere verla.  En su planta docente coexistimos todo tipo de estudiosos de la historia, desde los marxistas hasta los posmodernos, pasando por empiristas e historicistas ortodoxos. Cualquiera de los mencionados —con sus naturales excepciones— no privilegia al documento por sobre las demás fuentes sólo por el hecho de que "dota de verdad" a la explicación —eso lo he visto peor en uno de los supuestos territorios liberados que él menciona, la UAM—, ni sólo hace historias descriptivas. Cierto es que hay colegas cuya única opción la constituyen los documentos escritos, por ejemplo, los estudiosos de la Nueva España; sin embargo, tal proceder es lógico, a menos que se pretenda que ellos echen mano de fuentes orales con la sabia ayuda de un médium. El resto, sobre todo los que nos dedicamos a temas contemporáneos —y que no somos tan pocos como Aguirre quiere creer—, construimos —ojo al término— fuentes de acuerdo con lo que los problemas necesitan: fuentes orales, fuentes visuales, fuentes escritas, ¿por qué no?, y no las empleamos simplemente con ánimo descriptivo, sino para encontrar explicaciones de cierta profundidad. Entonces, ¿adónde apunta su diatriba? Honestamente, no lo sé. Lo que sí sé es que el tipo la suelta cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo, aunque sabe bien dónde no hacerlo. Por ejemplo, hace unos cuantos años coincidimos en una mesa de discusión celebrada en la misma facultad y organizada por alumnos de la carrera de Historia. ¿Salió Aguirre con sus infundios, sus calumnias y sus falsedades? Por supuesto que no: ese día dijo un sinfín de cosas que nada tenían que ver con el objetivo que nos había convocado pero no emitió su filípica de costumbre contra la universidad, porque tal cantaleta la reserva para aquellos espacios en los que no hay nadie de la UNAM presente, de preferencia nadie de la propia facultad o del Instituto de Investigaciones Históricas.

Cerraré este primer punto con una anotación: como en todas partes —aun en la UAM, en la Ibero, en la ENAH o en el Colmex—, en la UNAM hay de todo: historiadores comprometidos con enseñar algo útil y vagos que sólo cobran por hacerse patos; estudiosos profundos de temas nuevos y repetidores de lo que alguien más dice; amantes de los datos y amantes de las interpretaciones exageradas; historiadores chafas, historiadores mediocres, historiadores alucinados e historiadores brillantes. De todo hay en todas partes. Por tanto, juzgar a una institución —en la que el sujeto no da clases, vale aclararlo— de acuerdo con un canon retorcido es un embuste y una afrenta. Repetirlo sin cesar con la intención de que se forme en el mundo exterior a la propia facultad una imagen distinta a la que a ella corresponde, no tiene nombre.

Finalmente, el segundo problema de Carlos A. Aguirre Rojas proviene de su propia visión de la historia. Lo que él denomina historia crítica no es tal o, al menos, es una historia crítica incompleta. El criticismo proviene de cuestionar las versiones existentes, encontrar sus fallos o sus faltas, y trabajar para presentar una mejor explicación, todo ello desde el punto de vista de quien asume la escritura. Sólo eso. No obstante, para él, y para quienes ven en la historia crítica un modo de imponer a los demás sus muy cerrados paradigmas, tales explicaciones deben surgir de una presentación tal vez sesgada de los hechos pero, sobre todo, inclinada a presentar lo que debería haber, lo que podría acontecer y una multitud más de verbos ubicados en el tiempo pospretérito. Además, por lo que se observa en sus obras, la historia que practica Carlos Aguirre es un enredijo de hipótesis sin comprobar —claro, porque él no es un positivista asqueroso—, un amasijo de opiniones y un conglomerado de visiones alternas de la realidad. Si le gusta privilegiar el lado de los oprimidos, bien por él, adelante; empero, si para presentar tal postura arma un contexto ficticio, elimina datos cruciales y juega con lo que a él le parece mejor que debería existir en ese lugar y en ese momento, entonces no está haciendo historia. Cuando más, razona acerca de los temas que le parecen relevantes, entra en el terreno de la opinión política y se mete de lleno en el ámbito de la ficción, entendida ésta no como categoría peyorativa, sino como espacio distinto al de la realidad instrumental que tanto parece molestarle.

Si ésa es la historia que debe hacerse, y si en eso consiste la historia crítica que promueve, creo entonces que en la UNAM podemos seguir haciendo lo que él considera como historias feas —materialistas, empiristas, posmodernas o historicistas— muy a gusto. No seremos jamás de sus elegidos pero, cuando menos, nos mantendremos dentro de los límites de la disciplina y, en la medida de nuestras posibilidades, contribuiremos a la construcción del conocimiento histórico más allá de críticas exacerbadas y recetarios absurdos.

9 de septiembre de 2010

Atentados fílmicos.

Con el permiso del especialista en temas fílmicos, César Miranda —cuyo blog recomiendo ampliamente—, y esperando no se enfade por andarme yo metiendo en sus terrenos, dedicaré la presente entrada del ciclo Centenarios y bicentenarios sui géneris a examinar una peliculita  de tema histórico presenciada hace unos cuantos días. Así, con la venia, tanto del respetable como del aludido, procedo.

Al finalizar el pasado mes de agosto se estrenó en distintas salas de cine la película El atentado, dirigida por Jorge Fons, basada en el libro Expediente del atentado, de Álvaro Uribe. Mediante un buen manejo narrativo —a través del cual Fons inserta distintas escenas retrospectivas bien logradas en el tiempo presente que sirve de asiento a la trama—, el director relata un episodio poco conocido —hasta ahora— del periodo porfirista: el atentado sufrido por Porfirio Díaz la mañana del 16 de septiembre de 1897 a manos de un sujeto que, después, sería asesinado en la cárcel.

Como todo en esta vida, la cinta tiene sus puntos fuertes y sus grandes baches. Destaca —aunque la crítica especializada no lo haya hecho notar—, por ejemplo, el Porfirio Díaz interpretado por mi muy estimado Arturo Beristáin quien, me consta, preparó con esmero el personaje. Arturo, maniático de la exactitud si de meterse con los sujetos de la historia se trata, compró cera para bigote, buscó —aún no sé si infructuosamente— polvo de arroz para cubrir su rostro, leyó descripciones sobre la manera en que Díaz se movía y caminaba, y escuchó con detenimiento las grabaciones en las que se encuentra registrada su voz, con lo cual logró imitar, de forma impecable, el tono cansado con que el presidente de la República tendía a expresarse. El resto de los personajes principales queda asimismo bien, unos mejores que otros —Giménez Cacho, por ejemplo, luce más que Julio Bracho, éste opaca con facilidad a Irene Azuela, y todos quedan por debajo de José María Yazpik—, pero todos resultan un poco lejanos del modo en que es recreado Porfirio Díaz. Éste sería, justamente, el primer problema de la película: no haber emparejado el esfuerzo realizado por Arturo Beristáin en la construcción de su personaje y dejar que los demás se imaginaran cómo eran y qué hacían sus sujetos. Cierto es que no siempre resulta fácil encontrar datos a la mano; sin embargo, el Federico Gamboa de Giménez Cacho luce un tanto desparpajado, un tanto, si se me permite la expresión, fuera de contexto, como un clásico mexicano posmoderno al que sólo se hubiera vestido con ropas del siglo XIX y se le engomara el bigote. Los demás, por el estilo.

Ya que se habla del vestuario, éste es, sin duda, uno de los puntos fuertes de la producción. Así, los ropajes son magníficos, sin tacha, el trabajo de peluquería es también impecable y los carruajes quedan muy bien —con el excelente detalle que representa haber introducido, en una escena, un tranvía de mulitas—. Sin embargo, el trabajo de escenografía es... extraño. Los interiores que se filmaron fuera de la Ciudad de México aprovecharon edificios virreinales para dar un toque de solemnidad a casas y oficinas, aunque es notorio que los personajes están, justamente, en algún sitio que no es el Palacio Nacional —imposible de utilizarse debido a los murales de Rivera—, y todo ello comienza a perder verosimilitud. El problema capital, no obstante, aparece al filmar los exteriores. No sé si Fons trató deliberadamente de recrear un espacio de tipo teatral, donde el decorado es manifiestamente falso, o si emprendió un juego amplísimo de convenciones mediante las cuales pretendía que el espectador asumiera lo irreal como eso, como irreal, pero que terminara por incluirlo en un paradigma de tipo real. Parece, de cierta forma, que todos los decorados tienden a crear un espacio absurdo —como en Pachito Rex— que no colabora con el entendimiento de las escenas, sino que rompe con la percepción del espectador al no complementarse con una historia que le hiciera cobrar tal significado —como sería el caso si la trama se desarrollara a manera de farsa— y mezclarse con elementos bien recreados. A ello se añaden problemas con la iluminación —en la primera escena, por ejemplo, uno no termina de saber si es de noche o de día, dadas las tinieblas que reinan al interior de la cantina que le sirve de escenario, mismas que contrastan con la luminosidad del diorama mostrado a través de una ventana—, errores obvios —un letrero inoportuno, una carretera asfaltada— y minucias que operan en detrimento de la calidad del filme.

Por lo que respecta a los detalles de la trama, hay dos dificultades mayores: la primera, el escaso juego que Porfirio Díaz tiene en todo el embrollo que se teje a su alrededor, y que puede ser visto como un síntoma de que el presidente vivía en un mundo extraño, ajeno en ocasiones a las maniobras de sus colaboradores cercanos. El segundo, el rol que desempeña el papel de Irene Azuela en el relato. Cierto es que, en torno al personaje, se anuda el conflicto que conduce al desenlace; sin embargo —hago una pausa para anunciar al respetable que contaré un fragmento crucial de la narración; por tanto, si aún no han visto la película y tienen intenciones de verla, salten hasta el siguiente párrafo—, hay un profundo hoyo narrativo: ¿en qué momento Eduardo se entera de que Cordelia le es infiel con Arnulfo, de modo tal que decide tenderle una trampa para deshacerse de él? Si lo supo de cualquier forma —la película no lo dice; por ende, resulta inapropiado suponer un cómo o un por qué—, ¿cómo es que no se enteró de que la buena Cordelia también le adornaba el frontispicio con Federico? Misterio total. La venganza, que el espectador comprende como tal, queda falta del elemento clave que permita enlazar la consecuencia con la causa. A esta dificultad se aúna otra, de tipo menor pero que, vista a asiduidad con que el cine echa mano de tal recurso, conviene poner sobre la mesa: ¿por que, para que la trama funcione, debe de haber una escena de sexo semi explícito en algún lugar? El acostón que protagonizan Cordelia y Federico resulta completamente fuera de sitio, no contribuye a la tensión dramática ni tampoco añade un ápice en tanto elemento caracterológico. Entonces, ¿era necesario, imprescindible, mostrar a la Azuela medio desnuda para así generar otro tipo de atractivo? En mi opinión, no; por el contrario, abarata un poco la película.

A todo esto, ¿qué hay con la historia? ¿Qué historia cuenta Fons en su película? Una muy extraña, desde mi punto de vista. La película, financiada por tres gobiernos estatales y por una buena cantidad de titanes de la industria, enreda al presente con el pasado y, de cuando en cuando, deja ver dos elementos criticables a este respecto: uno, muestra las concepciones políticas del director y de los argumentistas, perfectamente aceptables en una historia que se desarrollara hoy en día, pero cuestionables si se ponen en boca de sujetos cuya existencia se remonta al final del siglo XIX y, más aún, si se busca que el observador las extraiga de su momento y las traiga al presente —como la cancioncita que, en dos ocasiones, interpreta Arnulfo—. Dos, el relato parece sugerir una suerte de repetitividad histórica —el ya famoso 1810, 1910...— y, peor todavía, cierta precognición de lo que, trece años después de lo narrado, acontecería con el régimen porfirista. No en balde, dentro de la publicidad de la película, o en las críticas y reseñas elaboradas a propósito de la misma, algún incauto comentó que el atentado constituyó "la primera muestra del estallido revolucionario que tendría lugar en 1910". Si de montar continuidades a modo de trata, podría entonces decirse que el primer brote tendría lugar en 1884, con la primera reelección de Díaz, o en el momento en que se negó a regresar la presidencia a Manuel González, o en la consolidación del cuerpo de rurales. Para la historia mal contada —o contada desde la arbitrariedad del lego—, cualquier elemento que se relacione, así sea lejanamente, con el hecho que se asume como punto de llegada de una historia en particular, es sinónimo de causa, de origen, de inicio incuestionable.

Restan dos apuntes, a manera de remate. Primero, leí por ahí un comentario, en el sentido de que la película hace un guiño al lector instruido al mostrar, en ciertos fragmentos, una construcción supuestamente basada en los planteamientos de Kierkegaard. A mi juicio, tal es una sobreinterpretación manifiesta, en la que se ve lo que se quiere ver acerca de la fe, el compromiso y el amor. Si tal fuera el caso, también podrían encontrarse ligas convenientes con el pensamiento de Einstein, Marx, Hegel, Koselleck o Foucault, por citar algunos ejemplos. Sin embargo, me parece que la historia queda ahí, simplemente en lo que presenta, y es el lector el que le pone un sentido, en ocasiones ramplón —como se aprecia en la mayoría de los comentarios que alaban o critican a la película de marras— y en otras, las menos, disparatado —según señala Umberto Eco en su ya clásico Lector in fabula—.

El segundo apunte es simple: ¿vale la pena ver El atentado, a pesar de lo aquí expuesto? En mi opinión, sí. No tanto, como dicen algunos, por el mero hecho de "apoyar al cine mexicano" —que, si busca que lo apoyen, debe presentar películas de calidad, no bodrios que obligatoriamente deben ser vistos—, sino porque, junto con todos sus problemas, tiene elementos de valor. Primero que nada, rescata un hecho poco conocido de la historia nacional. Segundo, el tratamiento del hecho en sí es, hasta cierto punto, bueno. Tercero, las actuaciones de los protagonistas y de algunos actores secundarios —Salvador Sánchez, Angélica Aragón— son dignas de verse —aunque las de María Rojo y Aislinn Derbez sean horribles, francamente olvidables—. Por último, permitirá contar con mayores elementos al momento de juzgar las innumerables manifestaciones de todo tipo a que ha dado lugar la conmemoración de los centenarios. El momento para efectuar el análisis vendrá después; mientras, es hora de juntar las evidencias, examinarlas con cuidado, y esperar a que el cuadro completo tome forma.