En su edición de este domingo 12 de septiembre de 2010, el diario La Jornada publica una entrevista con Carlos A. Aguirre Rojas, quien ha cobrado cierta fama por sacar al mercado una cantidad inusitada de libros a través de su editorial Contrahistorias. En la entrevista, Aguirre Rojas —como es su costumbre— critica la forma en que, según él, se enseña historia en la Universidad Nacional. En sus propias palabras, en la Facultad de Filosofía y Letras se enseña "una historia positivista, puramente descriptiva, basada sobre todo en fuentes escritas, en documentos, lo cual supuestamente da veracidad a los discursos históricos". Frente a esta forma inadecuada de hacer la historia, Aguirre propone su ya clásico recetario contrahistórico —que, como todo lo que se denomina contra, mezcla verdades muy sobadas, incongruencias, cuentos y grandes tomaduras de pelo—, que básicamente se reduce a tres puntos. Cito a la letra:
1. Tomar en cuenta la profunda y vigente diversidad de "esa entelequia ficticia" —comillas en el original— que se pretende llamar México, que presuntamente se mueve bajo un solo compás en términos sociales, políticos y culturales.
2. Tomar en cuenta la relevancia de los procesos económicos, sociales que efectivamente explican este proceso fundamental y la ruptura que se da entre los grupos dominantes.
3. Tomar en cuenta cómo efectivamente el pasado se vincula con el presente y con el futuro, cómo releemos constantemente el pasado desde diferentes presentes y ver cómo los distintos presentes se redefinen desde los diferentes pasados que recupera[n].
Hasta aquí la cita. Ahora —y pueden asegurarlo, me estoy relamiendo ante la posibilidad que se me ha presentado—, el palo historiográfico.
Lo primero que me viene a la cabeza cada que escucho el nombre de Carlos A. Aguirre Rojas no es otra cosa sino su profunda incongruencia elemental: el tipo no es historiador pero vive hablando de la historia y, además, ocupa grandes porciones de su tiempo a hablar mal de la historia que se hace en la UNAM, e incluso de la universidad en sí, al grado de catalogarla —como dijo hace unos años en un congreso estudiantil— como "la peor universidad del mundo". Bien está. Cualquiera puede tener una opinión, ¿no es así? Sin embargo, si la UNAM le parece "la peor del mundo", ¿por qué sigue trabajando en ella? ¿Por qué cobra un sueldo en el Instituto de Investigaciones Sociales —no en Históricas, vale decirlo— y no se va a lo que él llama "los espacios liberados donde se hace buena historia" como son, en su opinión —muy discutible—, la UAM y la ENAH? Como también lo he encontrado adscrito a la Dirección de Estudios Históricos del INAH, puede ser que haya logrado su objetivo, e incluso es posible —no me consta, lo apunto así nada más— que cobre dos plazas de tiempo completo al mismo tiempo. Quede esto sólo como punto de arranque para pintar, de una pincelada, al sujeto en cuestión. Ahora, vayamos al terreno de la historia.
Carlos Aguirre, como muchos otros que hablan desde la petulancia o, peor aún, desde la superficialidad —rayana con la ignorancia—, cree que existe algo que podría llamarse historia positivista. El positivismo, según lo enunció Comte, busca integrar al campo de las ciencias sociales los postulados de las ciencias exactas; por ende, toda disciplina social que aspire a ser considerada como ciencia debe partir del mismo método que emplean éstas: formula hipótesis, experimenta y, lo más importante, enuncia leyes de cumplimiento universal. Ante esto, yo siempre me pregunto si existe alguna historia ingenua que pretenda formular leyes, y la respuesta invariable es "no, no la hay". Salvo en el manual de Langlois y Seignobos, tal historia positivista no existe. Y menos aún existe si, como hace Aguirre, se le adjudica a Leopold von Ranke —que puede ser catalogado como cientificista, empirista o idealista, pero jamás como positivista— la paternidad de la misma, al traer a cuento —mal, como siempre— la cita que es referencia obligada cada que se habla del padre de la historia moderna: "la historia debe decir lo que sucedió". Hay una palabra en medio de la cita que deviene el meollo de todo el problema: al parecer, Ranke dijo "lo que realmente sucedió"; sin embargo, como bien me señalaban hace unos días, todo parece derivar de una mala traducción, y lo que dijo el constructor de la historia oficial germana fue "lo que esencialmente ocurrió".
Para fines de análisis discursivo, el cambio en el término resulta crucial. Sin embargo, como pudiera acusárseme de caer en aquello que tanto critico —esto es, de montar apologías al decir que alguien dijo lo que en realidad no dijo—, dejaré la expresión como comúnmente se emplea y como Aguirre Rojas la integra a su alegato. La pregunta que surge de inmediato, y que formuló Arthur Danto hace casi sesenta años, es "¿y no los historiadores debemos, así sea a nivel de intento, preocuparnos por buscar lo que realmente aconteció?" ¿Cómo podríamos proceder de otro modo? Si nos dedicáramos a buscar lo que no pasó, la disciplina carecería de sentido. Es más, si no contáramos en nuestras obras lo que creemos que pasó, entonces haríamos literatura. Una cosa es creer que existe una verdad por ahí, en algún lado, presta a ser encontrada por el afanoso investigador —lo que resulta una quimera—, y otra muy distinta que asumamos la posibilidad de plantear aproximaciones a esa verdad. Aproximaciones que, cierto es, tendrán una validez epistemológica limitada, en tanto alguien más no encuentre los elementos necesarios para plantear su propia versión de los hechos, pero que podrá ser considerada como válida dado que el canon de lectura asumido por quien se acerca a un libro de historia se basa en conceder al texto la posesión de una cierta verdad. De otra manera, en lugar de leer historiografía se leería literatura, en vez de remitirme a José C. Valadés para conocer lo que aconteció en la Revolución Mexicana, me inclinaría por Ignacio Solares.
Entonces, a manera de resumen, buscar una cierta realidad histórica no lo convierte a uno en un execrable positivista. Tampoco lo es el hecho de describir lo que sucedió en un momento dado, debido a que tal explicación integra elementos profundos de teoría y crítica historiográfica que, por lo visto, Aguirre desconoce. Así, en la escritura de un texto historiográfico tienen lugar una serie de operaciones complejas, por las cuales el pasado como hecho termina siendo asumido en tanto pasado como escritura, sin importar que el que escribe se limite a describir porque, para ello, ha debido sistematizar los discursos contenidos en sus fuentes, estratificarlas, validarlas y organizarlas en un relato lineal que, ni por asomo, es el pasado como hecho. ¿Es eso positivista? Por supuesto que no. A lo sumo, si el sujeto se limita a "dejar que el documento hable", podría considerarse historia empirista, historia de datos, historia documentalista o historia papelera, pero jamás positivista.
Como a Aguirre no le gusta la historia que se imparte en la UNAM —de lo que me ocuparé un poco más adelante, pero que de momento le sirve para reducir todo lo que hacemos a historia positivista—, propone su recetario. ¿Qué de nuevo tiene el dichoso recetario? A ciencia cierta, nada. Su primer punto —considerar la multiplicidad de Méxicos que existen en un momento dado— es una premisa básica de la historia regional, e incluso de la microhistoria —que, aunque no me parece adecuada, tiene este punto a su favor— propuesta por Luis González. Asimismo, los planteamientos historiográficos posmodernos anulan esa realidad de la que habla Aguirre y consideran la existencia de un sinnúmero de realidades simultáneas. Como lo mencionado es algo que se sabe y se practica en mi casa de trabajo, ignoro qué es lo que mueve al enunciante a decir que su método es el no va más de lo novedoso, y que se opone de medio a medio a lo que se enseña en el antro positivista.
El segundo punto es, sin lugar a dudas, totalmente contradictorio con lo que, en principio, parece exponer el beligerante Aguirre: ¿cómo hacer para considerar los procesos sociales y económicos —o sea, en la más rancia tradición empirista— que efectivamente explican ese proceso fundamental? ¿Qué entiende por lo que efectivamente explica un proceso fundamental? Si todo apuntaba, en su primer elemento clave, al equivocismo, ahora resulta que no, que hay que buscar un proceso y explicarlo con lo que resulta efectivo. Es decir, hay que aplicar la violencia interpretativa porque, como no escapa a la vista, ese proceso uno del que habla Aguirre Rojas dependerá siempre del enunciante, de quien considere como uno al proceso uno, y que puede no ser el mismo que ha pensado el sesudo entrevistado. Además, las explicaciones efectivas son, hasta cierto punto, tan relativas como se desee verlas, dado que lo que para mí será efectivo para él podría no serlo, y viceversa. Lo peor son las connotaciones de su premisa: ¿por qué demonios debo sólo considerar los procesos políticos y económicos? ¿Sólo porque la visión original sostenida por la revista Annales —de la que Aguirre es fanático a más no poder— se decantaba por ellos? ¿Y qué pasa con los fenómenos culturales, de los que la política y la economía no son sino una manifestación? ¿Y las múltiples subdivisiones de la cultura? ¿No son dignas de brindar explicaciones efectivas para elucidar el proceso fundamental a que se refiere Aguirre Rojas? A propósito, ¿cuál es ese proceso fundamental de que habla, y que mienta en singular? Como no lo dice, se ignora completamente y, además, se convierte en chunga porque, hasta donde mis pobres capacidades me permiten ver, es un tanto difícil —siendo benévolo— encontrar un proceso que sea fundamental. Acaso habrá cien o mil que lo sean, y dependerán de para quién son fundamentales. Pero un proceso singular, revestido de esa aura fundamental, suena a absurdo mayúsculo.
Si el segundo punto es problemático, el tercero es un despropósito. Cierto que el historiador debe enlazar al pasado con el presente... pero no con el futuro. La historia se construye —pésele a quien le pese; al propio Aguirre, por ejemplo— con datos, mismos que son interpretados y empaquetados en explicaciones de distinto talante. Pero, como bien dice Danto, si al poseer los datos somos, en ocasiones, incapaces de vislumbrar el modo en que se construyó el pasado, ¿qué podremos hacer con respecto al futuro? Nada, absolutamente nada, salvo enunciar situaciones viables que pueden o no cumplirse. Es decir, de practicar una disciplina seria, el historiador que se mete a futurista se convierte en peor émulo de Walter Mercado o, al menos, en opinante incomprometido. El futuro es propiedad de los especialistas en prospectiva o de quienes manejan complicadas teorías de escenarios, no de los historiadores. En esa búsqueda del futuro es donde Carlos Aguirre pierde el piso, olvida la historia y retoma lo que efectivamente estudió: sociología, que sí construye leyes y que sí puede afanarse —cada vez menos— en la dilucidación de la cara que tendrá el futuro. Además, el opinante pasa por alto un hecho trascendental en la construcción historiográfica: el pasado no construye al presente así como así, en tanto línea continua que se deposita en el día de hoy, sino que involucra una amplia gama de rupturas significativas, mismas que deben ser consideradas para no decir disparates. Que se adhiera a la teoría del pasado continuo uno de sus vilipendiados empiristas, pasa; que lo asuma como tal alguien como él que, a un mismo tiempo, pretende ser heredero de Bloch y Marx, es cuestionable, pero podría pasar. Que lo diga alguien —también él— que se ostenta como gran conocedor de Foucault, es ridículo.
¿Cuál es el problema determinante en Carlos A. Aguirre Rojas? Primero, el modo en que tuerce a la realidad y la acomoda a sus decires. La Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional no es una madriguera de positivistas, como él quiere verla. En su planta docente coexistimos todo tipo de estudiosos de la historia, desde los marxistas hasta los posmodernos, pasando por empiristas e historicistas ortodoxos. Cualquiera de los mencionados —con sus naturales excepciones— no privilegia al documento por sobre las demás fuentes sólo por el hecho de que "dota de verdad" a la explicación —eso lo he visto peor en uno de los supuestos territorios liberados que él menciona, la UAM—, ni sólo hace historias descriptivas. Cierto es que hay colegas cuya única opción la constituyen los documentos escritos, por ejemplo, los estudiosos de la Nueva España; sin embargo, tal proceder es lógico, a menos que se pretenda que ellos echen mano de fuentes orales con la sabia ayuda de un médium. El resto, sobre todo los que nos dedicamos a temas contemporáneos —y que no somos tan pocos como Aguirre quiere creer—, construimos —ojo al término— fuentes de acuerdo con lo que los problemas necesitan: fuentes orales, fuentes visuales, fuentes escritas, ¿por qué no?, y no las empleamos simplemente con ánimo descriptivo, sino para encontrar explicaciones de cierta profundidad. Entonces, ¿adónde apunta su diatriba? Honestamente, no lo sé. Lo que sí sé es que el tipo la suelta cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo, aunque sabe bien dónde no hacerlo. Por ejemplo, hace unos cuantos años coincidimos en una mesa de discusión celebrada en la misma facultad y organizada por alumnos de la carrera de Historia. ¿Salió Aguirre con sus infundios, sus calumnias y sus falsedades? Por supuesto que no: ese día dijo un sinfín de cosas que nada tenían que ver con el objetivo que nos había convocado pero no emitió su filípica de costumbre contra la universidad, porque tal cantaleta la reserva para aquellos espacios en los que no hay nadie de la UNAM presente, de preferencia nadie de la propia facultad o del Instituto de Investigaciones Históricas.
Cerraré este primer punto con una anotación: como en todas partes —aun en la UAM, en la Ibero, en la ENAH o en el Colmex—, en la UNAM hay de todo: historiadores comprometidos con enseñar algo útil y vagos que sólo cobran por hacerse patos; estudiosos profundos de temas nuevos y repetidores de lo que alguien más dice; amantes de los datos y amantes de las interpretaciones exageradas; historiadores chafas, historiadores mediocres, historiadores alucinados e historiadores brillantes. De todo hay en todas partes. Por tanto, juzgar a una institución —en la que el sujeto no da clases, vale aclararlo— de acuerdo con un canon retorcido es un embuste y una afrenta. Repetirlo sin cesar con la intención de que se forme en el mundo exterior a la propia facultad una imagen distinta a la que a ella corresponde, no tiene nombre.
Finalmente, el segundo problema de Carlos A. Aguirre Rojas proviene de su propia visión de la historia. Lo que él denomina historia crítica no es tal o, al menos, es una historia crítica incompleta. El criticismo proviene de cuestionar las versiones existentes, encontrar sus fallos o sus faltas, y trabajar para presentar una mejor explicación, todo ello desde el punto de vista de quien asume la escritura. Sólo eso. No obstante, para él, y para quienes ven en la historia crítica un modo de imponer a los demás sus muy cerrados paradigmas, tales explicaciones deben surgir de una presentación tal vez sesgada de los hechos pero, sobre todo, inclinada a presentar lo que debería haber, lo que podría acontecer y una multitud más de verbos ubicados en el tiempo pospretérito. Además, por lo que se observa en sus obras, la historia que practica Carlos Aguirre es un enredijo de hipótesis sin comprobar —claro, porque él no es un positivista asqueroso—, un amasijo de opiniones y un conglomerado de visiones alternas de la realidad. Si le gusta privilegiar el lado de los oprimidos, bien por él, adelante; empero, si para presentar tal postura arma un contexto ficticio, elimina datos cruciales y juega con lo que a él le parece mejor que debería existir en ese lugar y en ese momento, entonces no está haciendo historia. Cuando más, razona acerca de los temas que le parecen relevantes, entra en el terreno de la opinión política y se mete de lleno en el ámbito de la ficción, entendida ésta no como categoría peyorativa, sino como espacio distinto al de la realidad instrumental que tanto parece molestarle.
Si ésa es la historia que debe hacerse, y si en eso consiste la historia crítica que promueve, creo entonces que en la UNAM podemos seguir haciendo lo que él considera como historias feas —materialistas, empiristas, posmodernas o historicistas— muy a gusto. No seremos jamás de sus elegidos pero, cuando menos, nos mantendremos dentro de los límites de la disciplina y, en la medida de nuestras posibilidades, contribuiremos a la construcción del conocimiento histórico más allá de críticas exacerbadas y recetarios absurdos.