9 de septiembre de 2010

Atentados fílmicos.

Con el permiso del especialista en temas fílmicos, César Miranda —cuyo blog recomiendo ampliamente—, y esperando no se enfade por andarme yo metiendo en sus terrenos, dedicaré la presente entrada del ciclo Centenarios y bicentenarios sui géneris a examinar una peliculita  de tema histórico presenciada hace unos cuantos días. Así, con la venia, tanto del respetable como del aludido, procedo.

Al finalizar el pasado mes de agosto se estrenó en distintas salas de cine la película El atentado, dirigida por Jorge Fons, basada en el libro Expediente del atentado, de Álvaro Uribe. Mediante un buen manejo narrativo —a través del cual Fons inserta distintas escenas retrospectivas bien logradas en el tiempo presente que sirve de asiento a la trama—, el director relata un episodio poco conocido —hasta ahora— del periodo porfirista: el atentado sufrido por Porfirio Díaz la mañana del 16 de septiembre de 1897 a manos de un sujeto que, después, sería asesinado en la cárcel.

Como todo en esta vida, la cinta tiene sus puntos fuertes y sus grandes baches. Destaca —aunque la crítica especializada no lo haya hecho notar—, por ejemplo, el Porfirio Díaz interpretado por mi muy estimado Arturo Beristáin quien, me consta, preparó con esmero el personaje. Arturo, maniático de la exactitud si de meterse con los sujetos de la historia se trata, compró cera para bigote, buscó —aún no sé si infructuosamente— polvo de arroz para cubrir su rostro, leyó descripciones sobre la manera en que Díaz se movía y caminaba, y escuchó con detenimiento las grabaciones en las que se encuentra registrada su voz, con lo cual logró imitar, de forma impecable, el tono cansado con que el presidente de la República tendía a expresarse. El resto de los personajes principales queda asimismo bien, unos mejores que otros —Giménez Cacho, por ejemplo, luce más que Julio Bracho, éste opaca con facilidad a Irene Azuela, y todos quedan por debajo de José María Yazpik—, pero todos resultan un poco lejanos del modo en que es recreado Porfirio Díaz. Éste sería, justamente, el primer problema de la película: no haber emparejado el esfuerzo realizado por Arturo Beristáin en la construcción de su personaje y dejar que los demás se imaginaran cómo eran y qué hacían sus sujetos. Cierto es que no siempre resulta fácil encontrar datos a la mano; sin embargo, el Federico Gamboa de Giménez Cacho luce un tanto desparpajado, un tanto, si se me permite la expresión, fuera de contexto, como un clásico mexicano posmoderno al que sólo se hubiera vestido con ropas del siglo XIX y se le engomara el bigote. Los demás, por el estilo.

Ya que se habla del vestuario, éste es, sin duda, uno de los puntos fuertes de la producción. Así, los ropajes son magníficos, sin tacha, el trabajo de peluquería es también impecable y los carruajes quedan muy bien —con el excelente detalle que representa haber introducido, en una escena, un tranvía de mulitas—. Sin embargo, el trabajo de escenografía es... extraño. Los interiores que se filmaron fuera de la Ciudad de México aprovecharon edificios virreinales para dar un toque de solemnidad a casas y oficinas, aunque es notorio que los personajes están, justamente, en algún sitio que no es el Palacio Nacional —imposible de utilizarse debido a los murales de Rivera—, y todo ello comienza a perder verosimilitud. El problema capital, no obstante, aparece al filmar los exteriores. No sé si Fons trató deliberadamente de recrear un espacio de tipo teatral, donde el decorado es manifiestamente falso, o si emprendió un juego amplísimo de convenciones mediante las cuales pretendía que el espectador asumiera lo irreal como eso, como irreal, pero que terminara por incluirlo en un paradigma de tipo real. Parece, de cierta forma, que todos los decorados tienden a crear un espacio absurdo —como en Pachito Rex— que no colabora con el entendimiento de las escenas, sino que rompe con la percepción del espectador al no complementarse con una historia que le hiciera cobrar tal significado —como sería el caso si la trama se desarrollara a manera de farsa— y mezclarse con elementos bien recreados. A ello se añaden problemas con la iluminación —en la primera escena, por ejemplo, uno no termina de saber si es de noche o de día, dadas las tinieblas que reinan al interior de la cantina que le sirve de escenario, mismas que contrastan con la luminosidad del diorama mostrado a través de una ventana—, errores obvios —un letrero inoportuno, una carretera asfaltada— y minucias que operan en detrimento de la calidad del filme.

Por lo que respecta a los detalles de la trama, hay dos dificultades mayores: la primera, el escaso juego que Porfirio Díaz tiene en todo el embrollo que se teje a su alrededor, y que puede ser visto como un síntoma de que el presidente vivía en un mundo extraño, ajeno en ocasiones a las maniobras de sus colaboradores cercanos. El segundo, el rol que desempeña el papel de Irene Azuela en el relato. Cierto es que, en torno al personaje, se anuda el conflicto que conduce al desenlace; sin embargo —hago una pausa para anunciar al respetable que contaré un fragmento crucial de la narración; por tanto, si aún no han visto la película y tienen intenciones de verla, salten hasta el siguiente párrafo—, hay un profundo hoyo narrativo: ¿en qué momento Eduardo se entera de que Cordelia le es infiel con Arnulfo, de modo tal que decide tenderle una trampa para deshacerse de él? Si lo supo de cualquier forma —la película no lo dice; por ende, resulta inapropiado suponer un cómo o un por qué—, ¿cómo es que no se enteró de que la buena Cordelia también le adornaba el frontispicio con Federico? Misterio total. La venganza, que el espectador comprende como tal, queda falta del elemento clave que permita enlazar la consecuencia con la causa. A esta dificultad se aúna otra, de tipo menor pero que, vista a asiduidad con que el cine echa mano de tal recurso, conviene poner sobre la mesa: ¿por que, para que la trama funcione, debe de haber una escena de sexo semi explícito en algún lugar? El acostón que protagonizan Cordelia y Federico resulta completamente fuera de sitio, no contribuye a la tensión dramática ni tampoco añade un ápice en tanto elemento caracterológico. Entonces, ¿era necesario, imprescindible, mostrar a la Azuela medio desnuda para así generar otro tipo de atractivo? En mi opinión, no; por el contrario, abarata un poco la película.

A todo esto, ¿qué hay con la historia? ¿Qué historia cuenta Fons en su película? Una muy extraña, desde mi punto de vista. La película, financiada por tres gobiernos estatales y por una buena cantidad de titanes de la industria, enreda al presente con el pasado y, de cuando en cuando, deja ver dos elementos criticables a este respecto: uno, muestra las concepciones políticas del director y de los argumentistas, perfectamente aceptables en una historia que se desarrollara hoy en día, pero cuestionables si se ponen en boca de sujetos cuya existencia se remonta al final del siglo XIX y, más aún, si se busca que el observador las extraiga de su momento y las traiga al presente —como la cancioncita que, en dos ocasiones, interpreta Arnulfo—. Dos, el relato parece sugerir una suerte de repetitividad histórica —el ya famoso 1810, 1910...— y, peor todavía, cierta precognición de lo que, trece años después de lo narrado, acontecería con el régimen porfirista. No en balde, dentro de la publicidad de la película, o en las críticas y reseñas elaboradas a propósito de la misma, algún incauto comentó que el atentado constituyó "la primera muestra del estallido revolucionario que tendría lugar en 1910". Si de montar continuidades a modo de trata, podría entonces decirse que el primer brote tendría lugar en 1884, con la primera reelección de Díaz, o en el momento en que se negó a regresar la presidencia a Manuel González, o en la consolidación del cuerpo de rurales. Para la historia mal contada —o contada desde la arbitrariedad del lego—, cualquier elemento que se relacione, así sea lejanamente, con el hecho que se asume como punto de llegada de una historia en particular, es sinónimo de causa, de origen, de inicio incuestionable.

Restan dos apuntes, a manera de remate. Primero, leí por ahí un comentario, en el sentido de que la película hace un guiño al lector instruido al mostrar, en ciertos fragmentos, una construcción supuestamente basada en los planteamientos de Kierkegaard. A mi juicio, tal es una sobreinterpretación manifiesta, en la que se ve lo que se quiere ver acerca de la fe, el compromiso y el amor. Si tal fuera el caso, también podrían encontrarse ligas convenientes con el pensamiento de Einstein, Marx, Hegel, Koselleck o Foucault, por citar algunos ejemplos. Sin embargo, me parece que la historia queda ahí, simplemente en lo que presenta, y es el lector el que le pone un sentido, en ocasiones ramplón —como se aprecia en la mayoría de los comentarios que alaban o critican a la película de marras— y en otras, las menos, disparatado —según señala Umberto Eco en su ya clásico Lector in fabula—.

El segundo apunte es simple: ¿vale la pena ver El atentado, a pesar de lo aquí expuesto? En mi opinión, sí. No tanto, como dicen algunos, por el mero hecho de "apoyar al cine mexicano" —que, si busca que lo apoyen, debe presentar películas de calidad, no bodrios que obligatoriamente deben ser vistos—, sino porque, junto con todos sus problemas, tiene elementos de valor. Primero que nada, rescata un hecho poco conocido de la historia nacional. Segundo, el tratamiento del hecho en sí es, hasta cierto punto, bueno. Tercero, las actuaciones de los protagonistas y de algunos actores secundarios —Salvador Sánchez, Angélica Aragón— son dignas de verse —aunque las de María Rojo y Aislinn Derbez sean horribles, francamente olvidables—. Por último, permitirá contar con mayores elementos al momento de juzgar las innumerables manifestaciones de todo tipo a que ha dado lugar la conmemoración de los centenarios. El momento para efectuar el análisis vendrá después; mientras, es hora de juntar las evidencias, examinarlas con cuidado, y esperar a que el cuadro completo tome forma.

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